lunes, 31 de julio de 2017

NO APRENDEMOS MÁS, de Reinaldo Sietecase - 31/7/17

Más temprano que tarde habrá una nueva crisis de la deuda.
Es triste escribir esta frase.
En dos, cinco o diez años habrá una nueva crisis socioeconómica. Sólo es cuestión de tiempo.
Y ya conocemos las dramáticas consecuencias que esta situación ocasionará a los sectores populares.
Pasó y volverá a pasar.
La dirigencia política argentina funciona como un adicto que se recupera y vuelve a recaer con un entusiasmo cada vez mayor.
Los que firman estos acuerdos aberrantes lo saben.
Los opositores también pero casi todos callan.

Según datos oficiales, el año pasado la deuda externa aumentó en 35 mil millones de dólares.
Entre enero y mayo de este año, la emisión de deuda fue de 40 mil millones de dólares.
Cuarenta mil millones en cinco meses.
Estos datos los consigna el Ministerio de Economía no el Partido Obrero.
Hace algo más de un mes, el gobierno firmó un bono de deuda a un plazo de cien años con una tasa mucho más alta que el promedio del mercado (casi ocho por ciento).
La sola enunciación parece un chiste de mal gusto.
Se tomó deuda por 2750 millones de dólares pagaderos a razón de 200 millones de dólares por año durante un siglo (se estima que en 14 años se pagará el capital y los otros 86 años serán para pagar los intereses).
Todavía hay algo más grave que el plazo delirante del empréstito. Semejante endeudamiento no tiene como objetivo renovar infraestructura, ni hacer grandes obras sanitarias, ni carreteras ni escuelas.
La plata será utilizada para solventar el déficit y pagar intereses de la deuda.
Para Ismael Bermúdez, el periodista económico de Clarín, la única explicación a esta operación es “la necesidad de los acreedores” de colocar su exceso de fondos.
Una decisión que compromete a 25 gobiernos y a varias generaciones de argentinos no pasó por el control del Congreso de la Nación y sólo tomó estado público cuando se concretó. Es decir cuando el gobierno ya la había realizado.
Algunos medios y periodistas presentaron el bono a cien años como si se tratase de una buena noticia: “Un signo de confianza en el país”.
Apenas hubo algunas voces críticas.

El silencio de la CGT y otras organizaciones intermedias fue atronador.

En pocos días el tema pasó al olvido.
La deuda no se ve pero siempre está. Y crece.
En la actualidad el 43 por ciento del déficit fiscal está compuesto por intereses de la deuda.
“Lo que el gobierno se ahorró en el pago de subsidios por el aumento de las tarifas se perdió en el pago de intereses de la deuda”, señaló Bermúdez.

La conclusión es simple: el esfuerzo de los usuarios que pagaron los aumentos en los servicios públicos terminó en el segmento financiero que sigue haciendo grandes negocios saltando de las letras al dólar y viceversa.

La mayoría de las fuerzas políticas son corresponsables del endeudamiento.
Avalaron sin chistar el presupuesto que contemplaba esta posibilidad sin que se tenga la necesidad de consultar a los legisladores y ahora callan.
Varias generaciones deberán hacer frente a esta hipoteca que no para de crecer en una lógica perversa: más se paga, más se debe.
Esta cuestión no está en la agenda electoral.
Esta cuestión no se discute en los medios.
No es tema.
Se entiende el silencio de los cómplices.
No se entiende el silencio de los inocentes.

LINCHAMIENTOS EN LA LITERATURA ARGENTINA, de José Pablo Feinmann

Como la literatura, en sus orí­genes, la escriben los cultos, las ví­ctimas son ellos.
Ningún culto, en el siglo XIX, escribirá el sacrificio de un pobre, de un bárbaro, ya que los cultos no son de linchar.
Los cultos vienen a traer al paí­s lo contrario de esa práctica deleznable.
Los cultos tienen su espacio en la ciudad y la ciudad es el esprit de finesse, el lugar de los buenos modales, de la vida civilizada.
El unitario de El Matadero se da de boca con su tragedia porque, precisamente, ha equivocado su camino.
Tení­a que ir a la ciudad, ese lugar al que él pertenece, en que es respetado, en que nada puede pasarle, y equivoca sus pasos.
La historia de Echeverrí­a es la historia de un extraví­o, pero no de los habituales sentidos con que esta palabra se usa. Se sabe que un extraviado puede ser un loco.
Para no abundar en ejemplos, digamos: un hombre que ha perdido el camino de la razón. Así­ le sucede al unitario.
Si bien, en una primera lectura, su extraví­o es territorial: equivoca su camino y termina en los parajes del matadero y no en los de la ciudad; en ese mismo extraví­o sale de la razón y entra en la barbarie.
Echeverrí­a narra con mucho detalle el padecimiento del joven, la humillación a la que es sometido, su orgullo que nunca cede, la alegrí­a de la chusma, la sangre que se derrama en ese matadero que no sólo es de bestias sino de seres humanos también, con algún propósito.
Queda claro, luego de leer el cuento, que la barbarie rosina es ajena a la conciencia moral civilizada.
Una de las preguntas que deja pendiente este cuento (que es muy bueno y cumple con todos sus objetivos sin escapar de la literatura) es qué se hará con esta gente el día que triunfen los que son lo Otro de ellos.
Porque, en el planteo echeverriano, no hay alternativas, ni conciliación posibles.
Ese antagonismo feroz no es dialéctico.
Como no es dialéctica la contradicción civilización - barbarie, no hay una superación.
No existe el aufheben (superar-conservando) hegeliano que permitirí­a llegar a una síntesis superior conciliadora, que contuviera a los dos elementos antagónicos superándolos.
Todo está pensado en términos de guerra. ¿Cómo contener, encauzar todo este odio?
El bárbaro es el Otro absoluto del unitario.
El unitario es el Otro absoluto del bárbaro.
Así­ seguimos aún.
Los que toman – un – café – en - Tolón son el Otro absoluto del que delinque o del sospechoso de hacerlo, y siempre del que tiene cara de chorro.
Hoy se mata por la cara.
Se odia la cara morocha del llamado negro de mierda.
Este personaje, que encarna la negritud, es el Otro de los ciudadanos de Tolón.
La semilla que plantó Echeverrí­a sigue viva.
No lo vamos a culpar, a enviar al infierno de los culpables de nuestra historia, nada de eso.
Él tení­a sus motivos.
Seguramente el episodio que narró es cierto. Pudo ocurrir en muchos ámbitos de la Confederación de Don Juan Manuel.
No perdamos tiempo: matar, mataron todos.
Tampoco vamos a entrar en estadí­sticas.
Aunque nadie ignora quién ganó la guerra civil y (también se sabe) una guerra la gana el que más gente le mata al enemigo.
Y el que menos consideraciones humanitarias tiene con él.
De aquí­ que los revisionistas que siempre han exaltado la honorabilidad de Angel Vicente Peñaloza cuando, en el Tratado de las Banderitas, devuelve sus prisioneros con vida y pide los suyos a los porteños, quienes no los tienen porque los pasaron por las armas, deberían comprender por qué los porteños ganaron la guerra.
Porque no tení­an consideraciones de humanidad.
El honorable Chacho era un hombre bueno.
Pero los hombres buenos no sirven en general, y casi siempre, para la guerra.
Cuando Chacho les dice a los hombres de Mitre, 
¿No éramos nosotros los bárbaros?
¿No eran ustedes los civilizados?
¿Dónde están, entonces, nuestros prisioneros? ¿Es posible imaginar que los han matado?
Sí­, los mataron a todos.

Porque los hombres de Mitre representan un capitalismo neocolonial que hará un paí­s terriblemente injusto y subalterno.
Pero Angel Vicente Peñaloza representa un orden aún campesino, aún agrario y precapitalista.
El filósofo agrario Martin Heidegger elegirí­a a Peñaloza, en caso de poder acercársele, olerlo. Dirí­a que es el enemigo de esa modernidad que olvidó al ser y se entregó a la conquista de lo ente.
Dirí­a que el Chacho es la tierra, que no busca arrasarla, tecnificarla.
Que no es hijo de la técnica, sino que, naturalmente, sólo por su condición de campesino, está más abierto al ser.
Karl Marx dirí­a que todas esas son pavadas reaccionarias.
Que el progreso es el avance del capitalismo.
Y ese progreso, con todas sus atrocidades, lo representa, en la Argentina, Mitre y Buenos Aires; así­ como en México, Estados Unidos, potencia capitalista, representa el progreso ante los hombres de Santa Ana, pues EE.UU. penetrará en esas tierras con todo su vigor histórico, acabará con el feudalismo, y surgirá de esa dialéctica espléndida el proletariado y su revolución liberacionista, la sociedad sin clases.
Los textos que siguen salen siempre de plumas cultas.
La refalosa, de Hilario Ascasubi, poeta unitario, feroz enemigo de Rosas, es desagradable y exagerado.
La exageración de estos textos es temible porque implica una advertencia: esto que Uds. hoy nos hacen a nosotros mañana se lo haremos a Uds. tres veces peor, lo menos.
Importa señalar que, si bien hay, sin duda, un valor de verdad en lo narrado, el odio lo ha exasperado hasta el lí­mite.
El odio de las clases dirigentes argentinas suele ser inexplicable para muchos.
Aún para ellas mismas.
Por ejemplo, Adolfo Bioy Casares, comentando La fiesta del Monstruo, del que algo renegaba, decí­a: el cuento está lleno de odio.
Estábamos llenos de odio bajo el peronismo.
Tiene su explicación.
Lo que no se tolera es que se le discuta algo que considera propio por historia y linaje.
La clase media se suma a esto y quiere sentirse tan dueña del paí­s como los dueños de la tierra.
Habrá que entender que, aquí­ y en cualquier parte, para un burgués tener los odios de la oligarquí­a es sacar patente de distinción, de clase.
Yo odio lo que ellos odian, yo pertenezco a lo que ellos pertenecen.
Somos iguales.
Para los dí­as de hoy el siguiente ejemplo es perfecto.
El burgués mediocre, de vida gris, de pronto descubre al inmigrante.
Lo insulta y dice a todos:
NOS VIENEN A ROBAR LA ARGENTINA.
De ser nada, súbitamente ÉL es Argentina.
Cualquier argentino que dice que un peruano le viene a robar el paí­s se siente, de golpe, dueño de la Argentina.La gente necesita odiar.
La oligarquí­a por naturaleza desprecia y por hábito (ante cualquiera que la contradiga con cierto grado de seriedad) odia.
Bioy lo dice con abierta sinceridad: él y Borges estaban llenos de odio durante el peronismo. 
También en los señorones de la oligarquí­a está el asco que les produce que les solivianten a las masas.
Sin embargo, aguantaron una década de grasada menemista sin chistar.
Porque la juntaban con pala.
El bolsillo manda.
Con los escritores de la burguesí­a que toman desde su originaria libertad partido por el proletariado, empiezan a aparecer algunos textos en que los castigados son los poseedores.
No sabrí­a decir si Casa tomada de Cortázar es uno de ellos.
El autor no habí­a tomado partido por casi nada cuando lo escribía.
Más claro, o demasiado claro, resulta Cabecita negra de Rozenmacher, que cita Casa tomada como antecedente de su texto, como si el mismo viniera a resignificar al de Cortázar.
Aquí­ el agredido es un señor de clase media en ascenso, y los que castigan, un policí­a y una prostituta, si es que eso son.
Se trata de un texto de 1961, se convirtió en un best seller y fue acremente reseñado por la revista Sur, que lo consideró peronista.
Peronista o no, Rozenmacher nunca lo fue, aunque murió, desdichadamente, muy joven y muy absurdamente, el cuento toma partido por los morochos (o los cabecitas negras) y trata con desdén al protagonista, al que no deja de llamar señor Lanari, como hacen los malos polemistas con sus rivales.
Importa su texto final porque refleja el odio de ese señor de clase media que ha sido injuriado por dos negros de mierda, según el eterno vocabulario clasemediero.
La chusma, dijo para tranquilizarse, hay que aplastarlos, aplastarlos (...) La fuerza pública (...) tenemos toda la fuerza pública y el ejército.
Sintió que odiaba...
Y Rozenmacher, según los tiempos, termina con unas lí­neas amenazantes para los poseedores y esperanzadas para los negros: “y de pronto, el señor Lanari supo que desde entonces, jamás estarí­a seguro de nada”.
Más exactamente: las clases bajas y todos los que unieron su praxis polí­tica e ideológica a ese destino, lejos de estar tranquilos, sufrieron las salvajes persecuciones de las fuerzas que el señor Lanari invocaba para vivir tranquilo.
El texto que con mayor impiedad exhibe el padecimiento del proletario ante los niños de la oligarquí­a es El niño proletario, de Osvaldo Lamborghini.
Es posible, a causa de esa impiedad, que sea el más actual de todos.
Lamborghini es un escritor difí­cil de leer.
Puedo compartir las afirmaciones que Germán Garcí­a ha hecho sobre el autor: burgués asustado, etc.
Pero, como él, no me quedo tranquilo.
Siempre siento que he sido injusto. Que Lamborghini es más que un escritor que quiere horrorizar a sus lectores de clase media, ya que no hay otros.
De todos modos, El niño proletario, si bien narra el padecimiento extremo de ese personaje, es precisamente, casi imposible de leer. Sobre todo por los propios proletarios.
Hice la prueba, lo juro. Y siempre terminaron puteándome.
Y que les leyera otra cosa, qué joder.
Ignoro si El Matadero provocó en su tiempo lo que texto de Lamborghini provoca hoy.
Llevamos cuarenta años de su aparición y aún es ilegible para los lectores masivos.
Para los que, de todos modos, no lo escribía Lamborghini.
¿Es un gran cuento?
Creo que no. Es valioso, sin duda. Pero es una explosión de los conflictos internos del autor.
Que los haya unido a los del proletariado es un hallazgo excepcional.
Paco Jamandreu, en el film Eva Perón, le dice a ella, que se muere de cáncer en pocos dí­as: 
Señora, en este paí­s de machos, ser pobre, ser puto y ser Eva Perón es la misma cosa…
Eva Perón, film dirigido por Juan Carlos Desanzo protagonizado por Esther Goris y con guión mío).
El texto que he citado encabeza los panfletos o textos de la agrupación Putos Peronistas, que, dicen, se llaman así­, porque gay es de garcas.

CINCUENTA COCHINOS EUROS, de Arturo Pérez Reverte - 31/7/17

Emilio es todo un personaje.
Acaba de cumplir 67 tacos y lleva varios de jubilata.
Me toca de refilón por vínculos familiares y lo conozco desde hace mucho.
Es un fulano de inteligencia extraordinaria, con una formación intelectual que ya quisieran para sí muchos econopijos pasados por Harvard, o por donde pasen.
Y además, de izquierdas como ha sido siempre – de izquierdas culto, que no es lo mismo que de izquierdas a secas, y más en España –, posee una formación dialéctica marxista impecable.
En su día, paradojas de la vida, fue uno de los más eficaces comerciales de una multinacional donde ganaba una pasta horrorosa, pero currar con traje y corbata nunca le gustó.
Así que se jubiló de forma anticipada, para vivir de una modesta pensión.
No necesita más.
Lee cinco periódicos diarios, oye la radio, fuma, se toma su café en el bar y pasa de todo. No creo que para la vida que lleva necesite más de trescientos euros al mes.
A veces pienso que habría sido un mendigo de los que ni siquiera mendigan, perfecto y feliz, con su cartón de Don Simón y sus colegas.
Por eso, en plan cariñoso, lo llamo Emilio el Perroflauta.
Como pasa de todo, Emilio es un desastre.
Va sin dinero en el bolsillo, entre otras cosas porque odia los bancos – siempre se negó a tener tarjetas de crédito – y cree que el mejor rescate para un banco es un cartucho de dinamita.
Sus hermanas son quienes le vigilan la modesta cuenta corriente, hacen los pagos de agua y luz y le entregan el poco dinero de bolsillo que necesita.
Pero, el otro día, se vio sin sonante.
Pasaba cerca del banco, así que entró a pedir cincuenta euros de su cuenta.
Había una cola enorme ante la ventanilla – todos los empleados tomando café, menos una joven cajera – y aguardó con paciencia franciscana.
Llegado ante la joven pidió cincuenta euros, y ella respondió que para cantidades menores de 600 euros tenía que salir afuera, al cajero automático.
«No tengo tarjeta», respondió Emilio.
«Te haremos una», dijo ella.
«No quiero tarjetas vuestras ni de nadie», opuso él.
La joven lo miraba con ojos obtusos.
«Te la hacemos sin problemas».
Acodado en la ventanilla, Emilio la miró fijamente.
«Te he dicho que no quiero una tarjeta. Lo que quiero son cincuenta euros de mi cuenta».
La chica dijo:
«No puedo hacer eso».
Y Emilio:
«¿No puedes darme cincuenta euros de mi cuenta porque no tengo tarjeta?… Que salga tu jefe».
Salió el jefe.
«¿En qué puedo ayudarte?», dijo.
Era un jefe de sucursal joven, estilo buen rollito.
«Puedes ayudarme dándome cincuenta euros de mi dinero», respondió Emilio.
«Tienes que comprender las normas – razonó el otro –. La tarjeta es un instrumento muy práctico para el cliente».
Emilio miró atrás, como buscando a quién se dirigía el otro: «¿Me hablas a mí? –respondió al fin–. Porque, mira, soy viejo pero no soy gilipollas».
El director tragaba saliva, insistiendo en que el interés del público, la comodidad, etcétera.
«¿La comodidad de quién? –inquiría Emilio–. ¿La vuestra?».
El otro siguió en lo suyo:
«Te hacemos una tarjeta ahora mismo, sin comisiones». Pero ya he dicho que la formación marxista de Emilio es perfecta; así que, tras cinco minutos de argumentación metódica – el otro, abrumado, no sabía dónde meterse –, acabó así:
«Además, eres tonto del haba. Porque el dinero, aunque sea poco, es mío y seguirá aquí. Pero con tanta tarjeta, tanta automatización y tanta mierda, al final quien sobrarás serás tú – señaló a la cajera – y todos estos desgraciados, porque os sustituirán las putas máquinas».
A esas alturas, la cola ante la caja era kilométrica; y la gente, la cajera y el director escuchaban acojonados.
Emilio dirigió a éste una mirada con reflejos de guillotina que lo hizo estremecerse.
Entonces el director tragó saliva y se volvió a la cajera. «Dale sus cincuenta euros», balbuceó.
Y en ese momento, Emilio el Perroflauta, erguido en su magnífica e insobornable gloria, miró con desprecio al pringado y le soltó:
«¿Pues sabes qué te digo?… Que ahora tu banco, tú, la cajera y los empleados que tienes a estas horas tomando café podéis meteros esos cincuenta cochinos euros en el culo. Ya volveré otro día».
Tras lo cual se fue hacia la puerta con paso firme y digno.
Y al pasar junto a la gente que esperaba en la cola, sumisa – nadie había despegado los labios durante el incidente –, los miró con altivez de hombre libre y casi escupió:
«¿Estáis ahí, callados y tragando como ovejas?… Si esta cola fuera en la Seguridad Social, ya la habríais quemado».

Y después, muy tranquilo, fue a tomarse un carajillo a un bar donde le fiaban.

jueves, 27 de julio de 2017

UNA HISTORIA DE ESPAÑA LXXXIX, de Arturo Pérez Reverte - 24/7/17

Todo se acaba en la vida, y al franquismo acabó por salirle el número.
Asesinado el almirante Carrero Blanco, que era la garantía de continuidad del régimen, con Franco enfermo, octogenario y camino de Triana, y con las fuerzas democráticas cada vez más organizadas y presionando, la cosa parecía clara.
El franquismo estaba rumbo al desguace, pero no liquidado, pues se defendía como gato panza arriba.
Don Juan Carlos de Borbón, por entonces todavía un apuesto jovenzuelo, había sido designado sucesor a título de rey, y el Búnker y los militares lo vigilaban de cerca.
Sin embargo, los más listos las veían venir.
Entre los veteranos y paniaguados del régimen, no pocos andaban queriendo situarse de cara al futuro pero manteniendo los privilegios del pasado.
Como suele ocurrir, avispados franquistas y falangistas, viendo de pronto la luz, renegaban sin complejos de su propia biografía, proclamándose demócratas de toda la vida, mientras otros se atrincheraban en su resistencia numantina a cualquier cambio.
La represión policial se intensificó, junto con el cierre de revistas y la actuación de la más burda censura.
1975 fue un annus horribilis: violencia, miedo y oprobio.
La crisis del Sáhara Occidental (que acabó siendo abandonado de mala y muy vergonzosa manera) aún complicó más las cosas: terrorismo por un lado, presión democrática por otro, reacción conservadora, brutalidad ultraderechista, militares nerviosos y amenazantes, rumores de golpe de Estado, ejecución de cinco antifranquistas.
El panorama estaba revuelto de narices, y el tinglado de la antigua farsa ya no aguantaba ni harto de sopas.
Subió por fin el Caudillo a los cielos, o a donde le tocara ir.
Sus funerales, sin embargo, demostraron algo que hoy se pretende olvidar: muchos miles de españoles desfilaron ante la capilla ardiente o siguieron por la tele los funerales con lágrimas en los ojos, que no siempre eran de felicidad. Demostrando, con eso, que si Franco estuvo cuatro décadas bajo palio no fue sólo por tener un ejército en propiedad y cebar cementerios, sino porque un sector de la sociedad española, aunque cambiante con los años, compartió todos o parte de sus puntos de vista.
Y es que en la España de hoy, tan desmemoriada para esa como para otras cosas, cuando miramos atrás resulta – hay que joderse – que todo el mundo era heroicamente antifranquista; aunque, con 40 años de régimen entre pecho y espalda y el dictador muerto en la cama, no salen las cuentas (como dijo aquel fulano a la locomotora de tren que soltó vapor al llegar a la estación de Atocha: 
«Esos humos, en Despeñaperros»).
El caso, volviendo a 1975, es que se fue el caimán.
O sea, murió Franco, Juan Carlos fue proclamado rey jurando mantener intacto el chiringuito, y ahí fue donde al franquismo más rancio le fallaron los cálculos, porque – afortunadamente para España – el chico salió un poquito perjuro.
Había sido bien educado, con preceptores que eran gente formada e inteligente, y que aún se mantenían cerca de él.
A esas excelentes influencias se debieron los buenos consejos.
Había que elegir entre perpetuar el franquismo – tarea imposible – con un absurdo barniz de modernidad cosmética que ya no podía engañar a nadie, o asumir la realidad.
Y ésta era que las fuerzas democráticas apretaban fuerte en todos los terrenos y que los españoles pedían libertad a gritos.
Aquello ya no se controlaba al viejo estilo de cárcel y paredón.
La oposición moderada exigía reformas; y la izquierda, que coordinaba esfuerzos de modo organizado y más o menos eficaz, exigía ruptura.
Ignoro, en verdad, lo inteligente que podía ser don Juan Carlos; pero sus consejeros no tenían un pelo de tontos.
Era gente con visión y talla política.
En su opinión, en un país con secular tradición de casa de putas como España (en realidad no era su opinión, sino la mía), especialista en destrozarse a sí mismo y con todas las ambiciones políticas de nuevo a punto de nieve, sólo la monarquía juancarlista tenía autoridad y legitimidad suficientes para dirigir un proceso de democratización que no liara otro desparrame nacional.
Y entonces se embarcaron, entre 1976 y 1978, en una aventura fantástica, caso único entre todas las transiciones de regímenes totalitarios a demócratas en la Historia.
Nunca antes se había hecho.
De ese modo, aquel rey todavía inseguro y aquellos consejeros inteligentes obraron el milagro de reformar, desde dentro, lo que parecía irreformable.
Iba a ser, nada menos, el suicidio de un régimen y el nacimiento de la libertad.
Y el mundo asistió, asombrado, a sucesos que de nuevo hicieron admirable a España.
[Continuará]


jueves, 20 de julio de 2017

QUE SE PRIVATICE TODO, de José Saramago

Que se privatice todo,
que se privatice el mar y el cielo,
que se privatice el agua y el aire,
que se privatice la justicia y la ley,
que se privatice la nube que pasa,
que se privatice el sueño,
sobre todo si es diurno y con los ojos abiertos.

Y, finalmente,
para florón y remate de tanto privatizar,
privatícense los Estados,
entréguese de una vez por todas la explotación
a empresas privadas mediante concurso internacional.

Ahí se encuentra la salvación del mundo...

Y, metidos en esto, que se privatice también a la puta que los parió a todos.

lunes, 10 de julio de 2017

LOS OBREROS DE MORÓN, de Jorge Marzialli


Se levantan cuando el gallo aun no cantó,
y perfuman de rumores la estación.
Los persigue la impaciencia, y ese plus por asistencia,
al costado menos frío del vagón.

Después entran a desgano a la ciudad,
porque intuyen que es perder la libertad.
Y en las noches se desquitan, matecito y tortas fritas,
y que llueva lo que quiera en el barrial.

Allá se van, aquéllos son,
esos tigres verdaderos,
son mis diarios compañeros,
mis hermanos, los obreros de Morón.

Hay un bolso con un peine y con un pan,
algún diario y la camisa de sudar.
Y la changa cotidiana de trepar por las ventanas,
en el tren que los devuelva a su lugar.

Ellos duermen y yo pienso una canción,
Dos maneras de soñar con la estación.
Si discuten algún tema, se deschavan con sus lemas,
si viviera, votarían por Perón.

UNA HISTORIA DE ESPAÑA LXXXVIII, de Arturo Pérez Reverte - 10/7/17

Los últimos años de la dictadura franquista fueron duros en varios aspectos, entre otras cosas porque, represión política aparte, tuvieron de fondo una crisis económica causada por la guerra árabe - israelí de 1973 y la subida de los precios del petróleo, que nos dejó a todos tiesos como la mojama.
Por otro lado, las tensiones radicalizaban posturas.
Había contestación social, una oposición interior y exterior que ya no podía conformarse con la mezquina apertura que iba ofreciendo el régimen, y un aparato franquista que se negaba a evolucionar hacia fórmulas ni siquiera razonables.
Los separatismos vasco y catalán, secular fuente de conflicto hispano, volvían a levantar cabeza tras haber sido implacablemente machacados por el régimen, aunque cada uno a su manera.
Con más habilidad táctica, los catalanes - la histórica ERC y sobre todo la nueva CDC de Jordi Pujol - lo planteaban con realismo político, conscientes de lo posible y lo imposible en ese momento; mientras que, en el País Vasco, el independentista aunque prudente y conservador PNV se vio rebasado a la izquierda por ETA: el movimiento radical vasco que, alentado por cierto estólido sector de la iglesia local (esa nostalgia del carlismo, nunca extinguida entre curas norteños y trabucaires), había empezado a asesinar policías y guardias civiles desde mediados de los 60, y poquito a poco, sin complejos, le iba cogiendo el gusto al tiro en la nuca.
Aunque ETA no era la única que mataba.
De los nuevos partidos de extrema izquierda, donde se situaban los jóvenes estudiantes y obreros más politizados, algunos, como el FRAP y el GRAPO, derivaron también hacia el terrorismo con secuestros, extorsiones y asesinatos, haciendo entre unos y otros subir la clásica espiral acción - represión.
En cuanto a las más pacíficas formaciones de izquierda clásica, PCE - que había librado casi en solitario la verdadera lucha antifranquista - y PSOE - irrelevante hasta el congreso de Suresnes- , habían pasado de actuar desde el extranjero a consolidarse con fuerza en el interior, aún clandestinos pero ya pujantes; en especial los comunistas, que bajo la dirección del veterano Santiago Carrillo (astuto superviviente de la Guerra Civil, de todos los ajustes de cuentas internos y de todas las purgas stalinianas), mostraban un rostro más civilizado al adaptarse a la tendencia de moda entre los comunistas europeos, el eurocomunismo, consistente en romper lazos con Moscú, renunciar a la revolución violenta y aceptar moverse en el juego democrático convencional.
Todo ese espectro político, por supuesto, era por completo ilegal, como lo era también la UMD, una unión militar democrática creada por casi un centenar de oficiales del Ejército que miraban de reojo la Revolución de los Claveles portuguesa, aunque en España los úmedos - así los llamaban - fueron muy reprimidos y no llegaron a cuajar.
Había también un grupito de partidos minoritarios moderados, con mucha variedad ideológica, que iban desde lo liberal a la democracia cristiana, liderados por fulanos de cierto prestigio: en su mayor parte gente del régimen, consciente de que el negocio se acababa y era necesario situarse ante lo que venía.
Incluso la Iglesia católica, siempre atenta al curso práctico de la vida, ponía una vela al pasado y otra al futuro a través de obispos progres que le cantaban incómodas verdades al Régimen.
Y todos ellos, o sea, ese conjunto variado que iba desde asesinos sin escrúpulos hasta tímidos aperturistas, desde oportunistas reciclados hasta auténticos luchadores por la libertad, constituía ya, a principios de los años 70, un formidable frente que no estaba coordinado entre sí, pero dejaba claro que el franquismo se iba al carajo; mientras el franquismo, en vez de asumir lo evidente, se enrocaba en más represión y violencia.
Para el Búnker, cada paso liberalizador era una traición a la patria.
Los universitarios corrían ante los grises, se ejecutaban sentencias de muerte, y grupos terroristas de extrema derecha - Guerrilleros de Cristo Rey y otros animales -, actuando impunes bajo el paraguas del ejército y la policía, se encargaban de una violenta represión paramilitar con palizas y asesinatos.
Pero Franco, ya abuelo total, estaba para echarlo a los tigres, y la presión de los ultras reclamaba una mano dura que conservara su estilo.
De manera que en 1973, conservando para sí la jefatura del Estado, el decrépito Caudillo puso el gobierno en manos de su hombre de confianza, el almirante Carrero Blanco, niño bonito de las fuerzas ultras.
Pero a Carrero, ETA le puso una bomba.
Pumba. Angelitos al cielo.
Y el franquismo se encontró agonizante, descompuesto y sin novio.
[Continuará]

domingo, 9 de julio de 2017

SIN PERDÓN

Zenón, el compañero eléata de Jenófanes y Parménides, solía afirmar, en sus argumentos contra el relativismo heracliano, que en la raíz de la sabiduría se encontraba un problema de cognoscibilidad.

El politeísmo clásico estaba fundamentado en una percepción distorsionada de los reflejos del ser humano, por individuos muy dependientes aún de sus atavismos y ataduras consuetudinarias, rémoras de una sociedad en exceso dependiente del medio natural.

Siglos después, un ser humano imbuido de una dotación racional y tecnológica muy superior, deberíamos concluir que se encontraría en disposición de desarrollar unas cualidades sapienciales, lindantes con lo divino.

Somos conocedores de casi todos los más intrincados recodos del conocimiento, poseemos los recursos necesarios para desarrollar ilimitadamente nuestras capacidades de crecimiento moral, creamos y damos vida a capricho. Pero no. No somos sabios.

Porque recuperando a Zenón, no somos prudentes, no somos respetuosos, no somos agradecidos con quien nos tiende desinteresadamente una mano abierta, no somos capaces de permanecer atentos, abiertos y ansiosos ante todo lo que la vida y los demás nos dan. La cultura de la palabra que nos legaron nuestros padres griegos ha dado paso a una seudo cultura de la imagen, donde la conjetura se sobrepone a la razón.

“Solo os pido Alsir que confiéis en mi saber para sanaros”, contaba Merlín al moro Alsir, en la novela homónima de Álvaro Cunqueiro, mientras de espaldas a la puerta que cruzaría Alsir huido hacia la muerte, al abandonar la estancia, Merlín mezclaba los mil pedazos de su pócima en su mortero de piedra.

No mato a Alsir la enfermedad, sino la desconfianza. Pero la libertad tiene esas servidumbres, y también las tiene la ignorancia. Contaba hace unos días Javier Cercas, que la precipitación y la entrega a las apariencias le había llevado a cometer un serio error filológico en un artículo sobre el Quijote. Uno emanado de no conocer detalles mínimos pero existentes y ocultos sobre los entresijos de la edición de la segunda parte del Quijote. Detalles ajenos a la mayoría, pero no a su madre, como cuenta Javier, que explican el famoso hecho de la desaparición del asno de Sancho. Nada nos aportaría que yo repitiera aquí el hecho, por lo que a ese magnifico escritor os remito.

Emitimos “juicios”, por ponerles un nombre coloquial, amparados en sombras y apariencias, sin percatarnos del dolor que infligimos a los que nos rodean, a los que nos quieren o a aquellos que de forma casual se entrecruzan en nuestro camino.

El daño gratuito, el error cometido a sabiendas, el tiempo perdido, la fama y la honra rota. La ruin ingratitud a quien nos ayuda y nos muestra su afecto. La ignorancia, la falta de prudencia, la incapacidad, la violencia contra sus vástagos, el lacerante desgarro de la ilusión de una vida, la ausencia de piedad.

Todo eso hacemos cada día con nuestros semejantes, como hicisteis conmigo.
Actos todos, sin perdón.

NO TE DETENGAS, de Walt Whitman

No dejes que termine el día sin haber crecido un poco,
sin haber sido feliz, sin haber aumentado tus sueños.
No te dejes vencer por el desaliento.
No permitas que nadie te quite el derecho a expresarte,
que es casi un deber.



No abandones las ansias de hacer de tu vida algo extraordinario.
No dejes de creer que las palabras y las poesías
sí pueden cambiar el mundo.
Pase lo que pase nuestra esencia está intacta.
Somos seres llenos de pasión.


La vida es desierto y oasis.
Nos derriba, nos lastima, nos enseña,
nos convierte en protagonistas

de nuestra propia historia.

Aunque el viento sople en contra,
la poderosa obra continúa.

Tu puedes aportar una estrofa.
No dejes nunca de soñar, porque en sueños
es libre el hombre.

No caigas en el peor de los errores: el silencio.
La mayoría vive en un silencio espantoso.

No te resignes. Huye.
“Emito mis alaridos por los techos de este mundo”, dice el poeta. 


Valora la belleza de las cosas simples.
Se puede hacer bella poesía sobre pequeñas cosas,
pero no podemos remar en contra de nosotros mismos.

Eso transforma la vida en un infierno.

Disfruta del pánico que te provoca tener la vida por delante.
Vívela intensamente, sin mediocridad.
Piensa que en ti está el futuro,
y encara la tarea con orgullo y sin miedo.

Aprende de quienes puedan enseñarte.
Las experiencias de quienes nos precedieron,
de nuestros “poetas muertos”,
te ayudan a caminar por la vida

La sociedad de hoy somos nosotros: Los “poetas vivos”.
No permitas que la vida te pase a ti sin que la vivas …

viernes, 7 de julio de 2017

BOLDAI TESFAMICAEL, de Arturo Pérez Reverte - 7/7/17

ERITREA

Ayer, sin prisas, con trapos y aceite, estuve limpiando el Kalashnikov.
Porque en casa tengo un Kalashnikov AK-47; un cuerno de chivo, como dicen los narcos mexicanos, recuerdo de aquellos tiempos del cuplé.
La cosa viene de antiguo.
Durante veintiún años había estado viendo, fotografiando, filmando, oyendo y esquivando ese artilugio; y a la hora de jubilarme de los territorios comanches decidí conservarlo como recuerdo.
Así que me hice con uno, y luego se lo llevé a los picoletos de mi pueblo para que lo inutilizaran y legalizaran.
Y ahí lo tengo, cerca del ordenador donde le doy a la tecla, uno de los pocos objetos -el casco de kevlar de Bosnia, el cartel “Peligro minas” del Sáhara, la última botella de montenegrino Vranac, souvenir de Sarajevo, que bebí con Márquez-, que conservo como recuerdos profesionales.
De todos ellos, quizá porque desde el comienzo estuvo presente en casi cada episodio, el Kalashnikov es tal vez mi preferido: negro y amenazador, precioso en su siniestra fealdad de madera y acero.
Medio siglo de historia del mundo y de las guerras.
Un maldito clásico.

Fue Boldai Tesfamicael quien me enseñó a limpiarlo como Dios manda.
Boldai era una especie de gigante eritreo, literalmente negro como la madre que lo parió, a quien en marzo de 1977 le encomendaron la fastidiosa tarea de mantenerme vivo mientras la guerrilla del FLE atacaba y capturaba la ciudad de Tessenei.
Aquello fue un desparrame de cuidado.
A los eritreos un periodista fiambre no les servía para nada, así que a Boldai le dijeron que mucho ojito conmigo, para que yo pudiera volver y contarlo y publicar las fotos -cosa que hice después, en el diario Pueblo y en Gaceta Ilustrada-. Boldai debía de medir casi dos metros y hablaba italiano y francés, y era pintoresco verlo con su pantalón corto caqui, sus armas y puñales encima, el pelo a lo afro y aquella sonrisa que parecía un brochazo blanco en mitad del careto oscuro.
El tío me daba unas broncas espantosas, casi maternales, cuando yo me paseaba por donde podía haber minas, o extendía mi saco de dormir sin comprobar antes si había serpientes cerca del lugar donde iba a apoyar la cabeza. Imagínense a un pedazo de negro como un armario echándote chorreos todo el puto día.
Llegué a pensar que en realidad lo que le habría gustado ser era institutriz británica, o estricta gobernanta, o sargento de las SS. Era un auténtico pelmazo.

Tengo una foto suya en la que está no con un Kalashnikov, sino con un fusil de asalto FN belga, que era el arma que él llevaba.
Cuando veo esa foto sonrío, porque el chaquetón de camuflaje que lleva puesto en ella es de paracaidista español, y era mío.
Le encantaba, y yo se lo prestaba a menudo.
El caso es que durante las tres semanas que estuvimos esperando el ataque a Tessenei, para matar el tiempo Boldai me enseñó a montar y desmontar el Kalashnikov a ciegas, con los ojos vendados.
Yo no tenía otra cosa que hacer más que estar tumbado bajo las ramas que nos camuflaban, con cincuenta grados a la sombra, leyendo las Vidas paralelas de Plutarco en un grueso y compacto volumen de la editorial Edaf, o entreteniéndome en limpiar los artilugios bélicos.
A fuerza de practicar -eso y el combate con cuchillo, adiestramiento del que todavía recuerdo algún útil truco sucio- llegué a hacerlo tan bien que el hijoputa de Boldai llamaba a los colegas, y me hacía competir con los reclutas jóvenes, cronometrando el tiempo que tardaba en desmontar y volver a montar a ciegas.
Intimé así con el comandante Kibreab, con Tecle, con el pequeño Nagash y todos los demás del grupo con el que más tarde entraría en Tessenei; y que luego, cuando los etíopes contraatacaron y la aviación cubana nos machacó hasta hacernos picadillo, se quedaron allí para siempre.
Todavía tengo sus fotos, entre ellas la de Kibreab muerto boca arriba y con los sesos encima de un hombro, el 4 de abril, tras el combate ante el banco de Etiopía, donde nos arrimaron bien candela.
Esa diapositiva es de las pocas que no vendí nunca.
Por muy cabroncete y mercenario y toda esa película que uno se monte, o se montara, o lo que sea o fuese, hay cosas que no pueden hacerse.
Y por eso, aunque hice muchas otras, ésas no las hice. Vender a Kibreab muerto.

El caso, decía, es que fue Boldai Tesfamicael, mi guardaespaldas eritreo, quien entre otras siniestras habilidades me enseñó a montar a ciegas el Kalashnikov.
Y es curioso, oigan.
Vi a Boldai asaltar trincheras etíopes, rematar heridos, saquear la ciudad y exigir en plena batalla -confieso que yo también lo exigí- a punta de fusil al italiano dueño del hotel Archimede que nos diera de comer o le cortábamos a él los huevos y violábamos y macheteábamos a su mujer.
Eso fue lo que le dijimos literalmente, así que calculen el hambre y la desesperación que teníamos y la locura que era aquello, con la pequeña ciudad ardiendo de punta a punta y las calles llenas de fiambres.
Lo vi hacer todas esas cosas y algunas más que no contaré nunca; y sin embargo, siempre que pienso en Boldai, la primera imagen es sentado frente a mí con las piezas del arma en las manos, maternal como dije.
Casi insoportable de riguroso, y metódico, y paciente.
Escribo esto en el año 2000 y han pasado veintitrés años. Eritrea es ahora independiente, y cada vez que limpio el Kalashnikov me pregunto por dónde andará aquel fulano, si es que todavía anda.
La última vez que lo vi fue cuando nos internaron en Kassala, Sudán, a todos -no demasiados- los que pudimos llegar a la frontera después de un mes de combates con poca esperanza y aún menos fortuna, huyendo de la aviación y el ejército etíopes.
Yo me iba de vareta con la disentería, me había identificado como periodista al cruzar la frontera, pero los policías sudaneses no me creyeron, tomándome por un mercenario. Al fin, tras un par de días ciscando sangre en una cárcel cuyo recuerdo aún me da temblores, pues creí que iba a palmar allí, acabaron por soltarme.
Boldai estaba al otro lado de la alambrada cuando nos despedimos.
Le di la mano y le dije buena suerte; y él hizo un saludo militar, y poniéndose firme, todo negro, grande y harapiento, sonrió y me dijo:
Estás vivo para que hables de lo que hicimos. 
Para que hables de nuestros muertos. Y para que te acuerdes de mí”.

miércoles, 5 de julio de 2017

UN VESTIDO Y UN AMOR (Te vi) de Rodolfo Páez

Te vi, juntabas margaritas del mantel.
Ya sé que te traté bastante mal.
No sé si eras un ángel o un rubí,
o simplemente te vi.

Te vi, saliste entre la gente a saludar.
Los astros se rieron otra vez,
la llave del mandala se quebró,
o simplemente te vi.

Todo lo que diga está de más,
las luces siempre encienden en el alma.
Y cuando me pierdo en la ciudad,
vos ya sabés comprender.

Es sólo un rato no más.
Tendría que llorar, o salir a matar.
Te vi, te vi, te vi...
yo no buscaba nadie y te vi

Te vi, fumabas unos chinos en Madrid.
Hay cosas que te ayudan a vivir.
No hacías otra cosa que escribir,
y yo simplemente te vi
Me fui, me voy de vez en cuando a algún lugar
Ya sé, no te hace gracia este país.
Tenías un vestido y un amor
y yo simplemente te vi
.

lunes, 3 de julio de 2017

MI TÍO LORENZO, de Arturo Pérez Reverte - 3/7/17

Mencionaba la semana pasada a un personaje del que hace mucho me apetece contar algo; sobre todo en estos tiempos demagógicos y confusos, cuando jóvenes poco informados e historiadores sectarios – Ángel Viñas o Pío Moa, verbigracia, uno en cada punta – se empeñan en contarnos historias de buenos buenísimos y malos malísimos, como si una guerra civil no fuera (se lo dice a ustedes quien cubrió, entre otras, siete de ésas cuando era repórter Tribulete) un complejo territorio donde trazar líneas y adjudicar etiquetas resulta una osadía arriesgada.
Permítanme, por tanto, hablarles de mi tío Lorenzo Pérez-Reverte, a quien nunca conocí.
Como mi abuelo Arturo, que estaba en la Armada, o mi padre, que al empezar el conflicto tenía 18 años, el tío Lorenzo hizo la guerra con la República.
La diferencia es que mi abuelo estaba en el Arsenal de Cartagena y sólo tuvo que sufrir los bombardeos; y que mi padre, cuando iba camino del matadero con la manta y el fusil al hombro, fue sacado de la fila -
¿Sabes escribir a máquina, camarada? – por un comisario político que necesitaba alguien con estudios en una batería de defensa antiaérea donde casi todos eran analfabetos.

La historia del tío Lorenzo, sin embargo, fue distinta.
A él le iba la marcha.
Lorenzo – Chencho, para la familia y los amigos – era lo que antes se decía un chico de buena familia: acomodada y republicana, viajada, educada, liberal.
De tener inquietudes políticas, como tantos jóvenes de su tiempo habría militado, tal vez, en alguna de las organizaciones de la época. Pero no las tenía.
Lo que lo atraía era la aventura.
Así que con 16 años se alistó en una unidad de choque con mandos comunistas, yéndose a la guerra.

Cuando yo era pequeño leí sus cartas, que mi abuela conservaba, y en ellas sostenía que estaba en retaguardia, en la seguridad de unas oficinas.
Pero cuando todo acabó, mis abuelos descubrieron que había estado combatiendo en primera línea, en las más duras batallas de la guerra.
Sólo tuvo un permiso en aquel tiempo: veinte días en casa de sus padres.
Apareció con 18 años recién cumplidos y los galones de sargento ganados en el frente.
Y por suerte estaba en casa con mi abuela, sola esos días con otro hijo más pequeño, cuando tres milicianos de los que no vieron la guerra ni en fotos se presentaron una noche para hacer un registro y robar lo que pudieran, dándole a Chencho la satisfacción de ponerse su camisa con galones, meterle a uno de ellos una Astra del 9 largo en la boca y decirles que o se iban a jiñar a una alcantarilla como las ratas que eran, o les pegaba un tiro a cada uno.
Volvió a combatir, acabó la guerra, y tras pasar por un campo de internamiento regresó a casa.
Mi padre y mi otro tío continuaron sus estudios, pero a él no le iba eso. Guapo, elegante, era más de tangos, novias y amigotes.
Algo más tarde, en plena recluta de la División Azul, a mi abuelo lo llamó un amigo militar: «Arturo, tu hijo está aquí y se acaba de apuntar para Rusia».
Mi abuelo salió zumbando para el cuartel.
«Es menor de edad», dijo, agarrándolo de un brazo y sacando de allí al ex sargento republicano que había estado, entre otros lugares, en Belchite y en el cruce del Ebro, pero aún no había cumplido los 21. 
«Sólo sé combatir, papá. No tengo nada que hacer en esta España de miedo y hambre», dijo.
Pero mi abuelo se mantuvo firme y logró que lo rechazaran para Rusia.

Unos meses después, saliendo de un baile, mojado de sudor, Chencho agarró una neumonía y se murió en pocas semanas.
Al entierro, en contra de lo acostumbrado en la época, asistió una docena de chicas.
«Los pulmones estaban débiles por la vieja herida», dijo el médico. 
«¿Qué herida?», preguntó mi abuelo, sorprendido.
«La de bala».

Dos años después, yendo mi abuela por la calle, se encontró con un compañero de armas del hijo, su mejor amigo.
«Cuánto me acuerdo del pobre Chencho –dijo éste, rompiendo a llorar–. Sobre todo el día que me lo tuve que echar a la espalda, en Belchite, y llevarlo al hospital de sangre, con un tiro en el pecho».
Mi abuela comentó que su hijo nunca contó que lo hubieran herido, y entonces recordó que entre sus cosas, al morir, encontraron una bala y un trozo de madera.
«Claro –dijo el amigo–. La bala que le sacaron, y el trozo de madera que mordía mientras lo operaban porque no teníamos anestesia».

Ése era el tío Lorenzo. Soldado de la República.
E imagino que, de seguir vivo, hoy sonreiría, guasón, al oír contar ciertas historias de buenos y malos.

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