viernes, 8 de diciembre de 2017

LA EUROPA QUE ESTAMOS MATANDO, de Arturo Pérez Reverte - 4/12/17

Es posible que me equivoque; pero creo que a la Europa cultural, a esa antigua, formidable e interesante señora que en sus 3.000 años de memoria incluye desde Homero, Platón, Sócrates, Virgilio y aquellos fulanos –y fulanas– de entonces hasta los de hace pocos días, pasando por Shakespeare, Leonardo, Cervantes, Velázquez, Montaigne, Voltaire, Van Gogh y el resto de la peña, no la matarán el terrorismo islámico, la inmigración o la multiculturalidad; ni siquiera la pandilla de políticos semianalfabetos que legisla y trinca en Bruselas con el objetivo, que se diría deliberado, de igualarlo todo en la mediocridad y aplastar la inteligencia allí donde todavía puede brillar.
En mi opinión, lo que destruye la Europa que en otro tiempo fue faro intelectual y referencia moral del mundo es el turismo de masas: la invasión descontrolada, imparable, de multitudes – entre las que nos contamos ustedes y yo – que circulan arrasándolo todo a su paso.
Transformándolo, allí donde se posan como plaga de langosta, en un escenario diferente al que fue, reconvertido ahora a su, o nuestra, imagen y semejanza.

Nada puede sobrevivir, porque es imposible, a diez o veinte mil turistas arrojados de golpe por cruceros y viajes baratos – suena mejor low cost –, en un solo fin de semana sobre ciudades como Roma, Florencia, París, Madrid o Barcelona. Y no se trata únicamente del efecto de masas que las hace intransitables, complica el acceso a museos y puntos de interés, degrada el entorno, ensucia y satura.
Se trata también, y sobre todo, de cómo los lugares van perdiendo poco a poco, y a veces con extraordinaria rapidez, los rasgos que los hacían singulares, adaptándose, qué remedio, a la nueva situación.

Tiendas de toda la vida, restaurantes, librerías, comercios, establecimientos que durante décadas o siglos dieron carácter local, desaparecen o se adaptan a los nuevos visitantes. 
Ofreciendo, naturalmente, lo que ese nuevo cliente exige, o exigimos: tiendas de souvenirs, bares y cafeterías impersonales, comida rápida y sobre todo ropa, mucha ropa.
De Algeciras a Estambul, de Palermo a Oslo, de cada dos comercios que cierran y reabren, uno lo hace como tienda de ropa. O de teléfonos móviles, también, a fin de que todos podamos ir dándole con el dedo a la pantallita; e incluso enterarnos, gracias a ella, de lo que tenemos alrededor sin necesitar la tontería viejuna de mirarlo.
Paseando por lugares cuya historia ignoramos, fotografiándonos ante monumentos y cuadros que nos importan un carajo, pero que se indican como parada obligatoria. Trofeo del safari.

Pienso en eso en Lisboa, sentado en la terraza de la pastelería Suiça, mientras compruebo en qué hemos convertido, también, esta hermosa ciudad hasta hace poco elegante y tranquila.
Los operadores turísticos se lanzan ahora sobre Portugal, y todo está lleno de gente en calzoncillos que bloquea las calles caminando tras guías políglotas que levantan en alto banderitas y paraguas de colores.
Eso trae dinero, claro.
A ver quién se resiste a eso, así que toda Lisboa está en fase de adaptarse a los nuevos tiempos y las nuevas gentes. No hay un taxi libre, ni una mesa en un café.
Los abueletes que necesitan subir al Barrio Alto ya no pueden utilizar el elevador de Santa Justa, porque colas enormes de turistas aguardan turno para subir en él y hacerse una foto.
Frente a La Brasileira, docenas de guiris que ni saben quién fue Pessoa ni les importará jamás se retratan junto a la estatua del escritor que, de verse tan sobado, se ciscaría en su puñetera madre.
Y el barrio de Alfama, donde antes te atracaban de noche como Dios manda, y podías pasear a oscuras sólo si te arriesgabas a ello, ahora rebosa de locales de fado, con ingleses y alemanes preguntando dónde pueden comer la típica paella portuguesa.
Esto es hoy Lisboa.

En la vieja Suiça, donde intento leer tranquilo, un grupo de anglosajones especialmente escandaloso y bestial bebe alcohol, grita, canta y maltrata al veterano camarero de chaquetilla blanca. Harto de esos animales, entristecido por la suerte de la ciudad antigua y señorial, me levanto y ocupo una mesa que ha quedado libre en el extremo opuesto de la terraza.
Al poco se acerca el camarero, trayendo mi bebida. Entonces miro hacia aquellos escandalosos hijos de puta y le digo al camarero: «He tenido que venir a una mesa que esté lejos».
Y el camarero, con ademán triste y elegante de viejo lisboeta, se encoge de hombros, sonríe melancólico y responde: «Ya no hay mesas lo bastante lejos».

REGRESO A TÁNGER, de Arturo Pérez Reverte - 12/11/17

He vuelto a Tánger tras las huellas de Eva, la agente soviética, y de Lorenzo Falcó, el desalmado y elegante espía franquista. Estuve allí unos días, recordando, y al hacerlo regresé a 1937.
Bajé desde la habitación 108 del hotel Continental por la calle Dar Baroud para comer en el pequeño restaurante Rif, y paseé luego entre los puestos del mercado, me senté en el Zoco Chico ante los cafés Central y Fuentes, donde hace ochenta años se enfrentaban españoles nacionales y republicanos, y anduve de noche, despacio y alerta, por las calles estrechas de la ciudad vieja, escuchando el eco de mis pasos en los recodos, subiendo hacia la casa de Moira Nikolaos en busca de una copa de absenta y un cigarrillo de haschís, y tal vez de una entrevista clandestina con el capitán de un mercante cargado con oro de la República.

Atento, en cada recodo o rincón, a esquivar una cuchillada en el vientre, o un balazo. El mundo, me susurraba Falcó al oído a cada momento, es un lugar peligroso. Así que ándate con ojo, compañero.
Y yo lo oía reír quedo y cruel, a mi lado, en la oscuridad.
Es curioso esto de leer y escribir cosas.
Desde hace treinta años, desde que cuento historias, me resulta imposible regresar a una ciudad donde transcurra una novela sin proyectarla a mi alrededor. 
Es cierto que eso ya me ocurría antes, como lector.
Nadie que lea libros, o al menos nadie entre la clase de lector que algunos somos, puede ver París, Roma u Oviedo, por citar tres lugares al azar, como los ve quien nunca anduvo de conversación con Hemingway, Stendhal o Clarín.
Los libros que llevas encima amueblan el mundo y obran el milagro de difuminar el presente e inyectar las páginas leídas en cada escenario.
Ése es, creo, el resultado más feliz de la lectura: permite advertir cosas que quienes no leen no pueden ver.

Hace posible una realidad paralela que llega a superponerse a la auténtica, o a combinarse con ella, logrando que a veces puedas recordar más a la luz de lo leído que de lo vivido.
Conseguir que París era una fiesta, Paseos por Roma o La Regenta alcancen más realidad en tu imaginación y tu memoria que una fotografía o una simple mirada.
Lo que, en el mundo que nos espera o que estamos teniendo ya, no deja de ser un extraordinario privilegio.
Pero si eso ocurre con los libros leídos, calculen con los escritos.
Cada novelista tiene su método, e imagino que no habrá dos iguales. El mío es vivir durante el tiempo en que tardo en escribir cada historia, que va de uno a dos años, sumergido en el mundo que narro. Y lo hago rodeado de objetos relacionados con ello, fundamentalmente lecturas.
De cada diez libros que leo, seis o siete suelen estar relacionados con la novela en curso; incluso los que en apariencia nada tienen que ver, pero que ayudan a crear un estado de ánimo favorable a la escritura.
Libros que estimulan, dan ganas de trabajar y disparan mecanismos interesantes.
A eso hay que añadir innumerables planos, revistas, fotografías, películas, viajes a los lugares y largos paseos con cuadernos de notas y la mirada atenta de cazador voraz.

Y así es posible la grata sensación de caminar por las ciudades de mis novelas borrando a los turistas, y los automóviles, y todo cuanto esté de más, o no sea útil para lo que se desarrolla en mi cabeza.
Ver el mundo no como es en realidad, sino como en mis novelas yo quiero, o pretendo, o necesito, que sea.
Por eso me es imposible regresar a ciertos lugares sin verlos a través de las novelas que escribí.
Ya no puedo caminar por Tánger, como digo, sin la compañía de Eva y Falcó; ni sentarme en un café de París sin ver en la mesa contigua a Lucas Corso e Irene Adler; ni pasear por Culiacán sin toparme con Teresa Mendoza cambiando dólares en la calle Juárez; ni entrar en el Negresco de Niza sin cruzarme con el bailarín y estafador Max Costa; ni ver una torre costera mediterránea sin imaginar dentro a un pintor de batallas; ni caminar por Cádiz sin esperar de un momento a otro el estallido de una bomba francesa, en cuyo lugar de impacto el comisario Tizón hallará el cadáver de una mujer asesinada.
Todo ese mundo me escolta, palpita alrededor, se sienta a mi mesa, conversa conmigo, puebla los lugares que revisito.
Me acompañará siempre mientras tenga memoria y tenga vida.
Y no imaginan ustedes la asombrosa felicidad que produce escuchar en el café Procope la risa amarga del abate Bringas, oír en la calle Bordadores el tintineo de los floretes de don Jaime Astarloa o arrodillarte a besar la carne cálida y húmeda de Olvido Ferrara mientras afuera, en Venecia, cae despacio la nieve sobre las góndolas negras.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

EL FARMACÉUTICO GALLEGO, de Arturo Pérez Reverte - 6/11/17

Hay tópicos nacionales de todas clases: los portugueses melancólicos, los italianos caóticos, los alemanes de piñón fijo, los ingleses arrogantes, borrachos y egoístas. 
Y lo que quieran ustedes añadir al asunto. 
Muchos de esos lugares comunes son falsos, y otros —establezcan cuál o cuáles— corresponden a la exacta realidad. 
En España, como en todas partes, esos tópicos los tenemos en abundancia: los andaluces indolentes y graciosos, los aragoneses nobles y testarudos, los catalanes laboriosos pero lentos en sacar la cartera, y cosas así. 
Y uno de los más reconocidos es el de los gallegos. 
Me refiero a su proverbial hermetismo, magistralmente expresado en esa imagen del ciudadano al que te encuentras en la escalera y no sabes si está subiendo o bajando. 
O si está parado.

El otro día tuve ocasión de comprobar en carne propia que a veces los tópicos se ajustan a la más absoluta realidad. 
Al menos, en lo que a los gallegos se refiere. 
Me encontraba en Santiago de Compostela, alojado en el hotel donde lo hago cada vez que viajo allí, situado en un buen lugar de la plaza del Obradoiro, junto a la catedral. 
Se acercaba la hora de comer, así que cogí un paraguas y salí a dar una vuelta por una calle cercana donde abundan los restaurantes. 
Como animal de costumbres que soy, me encaminé directamente al que frecuento cuando estoy en esa ciudad, pero lo encontré cerrado. 
Me quedé indeciso, pues no conocía ninguno de los otros locales de esa calle, que son una docena. 
Y como en aquel momento me dolía la cabeza y necesitaba un Actrón —esos dolores de cabeza que le he prestado a mi amigo Lorenzo Falcó, y que en los años 30 él soluciona con aspirinas—, entré en una farmacia, aprovechando para pedirle al farmacéutico que me recomendase un lugar próximo. 
Un buen restaurante.

El farmacéutico, un tipo de mediana edad, con un acento tan gallego que parecía imitado y no real - estilo Manuel Jabois o Luis, el limpiabotas del Palace -, se me quedó mirando, inexpresivo.

Buenos, lo que se dice buenos, hay muchos — dijo.

—Lo supongo —respondí—. Pero habrá alguno que pueda usted recomendarme.

Se rascó la cabeza.

Hay varios, ¿eh? — comentó.

—Ya supongo.

Unos mejores y otros no tanto, pero los hay buenos.

— Con que me diga uno es suficiente.

Volvió a rascarse la cabeza.

El problema es que si le recomiendo uno, igual soy injusto con otros.

— Puede. Pero tengo hambre, ¿sabe?… Con uno dicho así, al azar, me las arreglo.

El farmacéutico encogió los hombros, fruncido el ceño.

¿Prefiere carne, pescado o marisco? — inquirió.

— Me da igual —repuse esperanzado—. Lo que me apetece es comer bien.

Es que algunos son mejores en carne, y otros en pescado y marisco.
Respiré hondo. Seis veces. O quizá fueron siete.

— A estas alturas me da igual carne que pescado. Se lo juro.

Volvió a rascarse la cabeza.

No es lo mismo —objetó—. Porque cada uno tiene su especialidad.

Me metí el nudillo de un dedo índice entre los dientes y mordí fuerte.

— Por Dios… Dígame uno, carne o pescado. El que sea.

Se quedó pensando otro largo momento.

Pues la verdad —concluyó— es que no me atrevo a decirle uno en concreto.

Decidí cortar por lo sano.

— ¿A cuál suele ir usted?

A veces voy a uno y a veces voy a otro.
— ¿A veces?

Depende. Unas sí y otras no. Pero casi siempre como en casa.

Me agarré al mostrador, tambaleante. La farmacia me daba vueltas.

— ¿Y cuál fue el último restaurante al que fue?

Pues fui a uno, pero no sabría decirle ahora cuál.
Estaba a punto de echarme a llorar. Saqué la cartera.

— ¿Qué le debo del Actrón?

Ocho euros con cincuenta y cinco céntimos.
Salí a la calle haciendo eses, mareado, y me metí en el primer restaurante que vi abierto. 
Y las cosas como son, oigan. Comí de puta madre.

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