miércoles, 26 de septiembre de 2018

PAÍS DE ENEMIGOS, de Graciana Peñafort - 23/9/18

Para Bonadío, Cristina es la primera jefa ad honorem de una asociación ilícita

Una de las partes más tristes de perder a alguien que querés y con quien conviviste, es ese momento espantoso en el cual no tenés mas opción que reacomodar y deshacerte de las cosas que dejó ese otro tan querido como ausente.
Nunca estás más solo que en ese momento en que sos el único que toma decisiones en un espacio que supo ser común. Y que ya no lo es.
Cuando abrís un cajón para vaciarlo y todo tiene un olor que reconoces como cotidiano y que sabes va a desaparecer con el correr de los días. 
Doblar la ropa de otro que ya no va a usar. Seleccionar qué conservar y qué no, entre papeles y objetos que aun guardan el rastro de esas otras manos.
El dolor infinito de desarmar lo cotidiano.

Recuerdo la última vez que me separé.
Recuerdo con especial dolor el momento en que tuve que sacar de la mesa de luz los libros de él, que habían quedado ahí. Fue lo último que hice. Pasé meses sin poder tocar esa mesa de luz ni los libros que ahí estaban. Dormía de espaldas a esa mesa de luz hasta que pude hacerlo.
Y cuando conseguí juntar fuerzas, valor y resignación y sacar esos libros, lloré desconsoladamente durante horas. Y yo era afortunada. Solo era una separación.
Sabía - y sé - que sólo se trataba de un desarmar un mundo de dos que se había acabado.
Pero que en el mundo aun estábamos los dos, intentando volver a ser felices. Cada uno por su lado.
Me consoló saber que estábamos vivos. Que ese final, por doloroso que fuese, era también un principio.
Cuánto más terrible y triste de modo irremediable si hubiese tenido que hacer todo esto en el contexto de una muerte.

Yo no sé si CFK es una sentimental. Pero el fin de semana pasado me acordé del dolor de sacar los libros de la mesa de luz, cuando ella mostró lo que Bonadío había hecho en su casa de Calafate. Porque recordé que en esa casa es donde Néstor murió. Deseo fuertemente que CFK no haya tenido las memorias de su cotidianeidad con Néstor ahí, a merced de Bonadío. O que no le tenga apego a ese tipo de cosas. Que lo que hizo ese juez, por el modo en que lo hizo, sólo haya sido un ultraje a la propiedad y no a la memoria.

Esta semana como pocas quedaron de manifiesto las múltiples facetas del Poder Judicial. En Mendoza se dictó sentencia por los delitos de lesa humanidad cometidos contra 86 víctimas de la última dictadura militar. Fue el Tribunal Oral Federal Nº 1. Mientras tanto, la Cámara Federal de Apelaciones de Mendoza tuvo una efímera secretaria, cuya designación fue tan dura y públicamente cuestionada en virtud de carecer de los antecedentes y la experiencia mínimos para ser designada en ese cargo, que finalmente renunció a su sorprendente promoción.

Más lejos de las montañas azules con las que crecí y que extraño, la Cámara Federal de Apelaciones de Comodoro Py está a punto de recibir a su más flamante miembro. Tampoco concursó para ocupar ese lugar, sino que fue trasladado por el Consejo de la Magistratura. Que en estos días parece más una agencia de turismo interno de jueces que el órgano que constitucionalmente tiene a su cargo seleccionar mediante concursos públicos postulantes a las magistraturas. Y no es que los concursos sean una maravilla, a decir verdad, pero parecen un poquito menos caprichosos que estos traslados a dedo, sin mayores justificativos que la voluntad política de colonizar instancias judiciales.

El flamante miembro de la Cámara de Apelaciones de Comodoro Py será uno de los jueces que deberá resolver las apelaciones que como catarata cayeron sobre la resolución del doctor Claudio Bonadío, que ordenó los procesamientos de muchos en la causa de la fotocopias del cuaderno de Centeno, el chófer con aspiraciones literarias.

Las 551 páginas de la resolución de Bonadío son claro ejemplo de dos cosas: de lo mal que funciona una parte de la justicia federal sin controles y sin límites constitucionales y de las muchas veces que escribo Bonadío en esta computadora, tantas que al olvidarme del acento, me aparece el corrector señalándome que está mal escrita la palabra Bonadío. La coincidencia, puedo afirmar, no es casual.

Sé que muchos no han podido leer la resolución.
Entre otras cosas porque estuvo sólo un breve lapso disponible en la página del Centro de Información Judicial de la Corte Suprema. Señalan los que conocen los pasillos de la Corte que es eso una consecuencia del pequeño golpe de estado que sufrió Lorenzetti y que impactó también en la conducción del CIJ.
He sido siempre muy crítica con el funcionamiento del CIJ pero señalo que en cualquier caso, la publicación de las sentencias es un aporte imprescindible al ejercicio del derecho a la información de la sociedad.
Prefiero que exista el CIJ a que no exista. Y prefiero que publique las sentencias a que no las publique.

La directora del CIJ explicó que son los jueces de primera instancia quienes deciden qué sentencias se publican en la pagina del CIJ y cuáles no. La breve publicación de la sentencia me hizo sospechar, en un arranque de optimismo carente de fundamento, que Bonadío tuvo un atisbo de vergüenza por lo que había escrito y por eso prefirió que nadie más lo pudiera leer. Sé que no fue así.
Bonadío sabe que su sentencia es un verdadero mamarracho y que la única forma de validarla es que las personas no la puedan leer y sólo pueda leer lo que otros dicen de esa sentencia. Va una última reflexión estúpidamente optimista. Bonadío tiene más confianza en los múltiples house organs que en la solidez de sus escritos como juez. Ante esa falta de confianza, la solución del poder fue nombrar jueces de apelaciones que estén dispuestos a olvidar lo que saben de derecho y convalidar los disparates. El “hacete amigo del juez” del propio juez.

La moraleja es tan clara que asusta.
Mientras en la superestructura del poder - y de los poderes del Estado - están en guerra con el Derecho y la Constitución, a la que vienen derrotando por goleada, lo primero que se pierde es el derecho de los ciudadanos a conocer la verdad sin editorialización.
La primera víctima cuando llega la guerra es la verdad” sigue siendo una reflexión insoportablemente válida en estos días de Lawfare.

Lo primero que me llamó la atención en la resolución de Bonadío fue el tono llamativamente panfletario de la introducción. Y me hizo reír. Tuve que recordar que esa insólita - e impostada - indignación moral del magistrado sólo intenta fundar - y encubrir un proceso arbitrario, gente presa sin sentencia y sin justicia. Y una jugada política cuya orfandad probatoria se intenta subsanar con adjetivos.
Cuando el juez intenta ingresar en lo que es su trabajo como juez, esto es lo que jurídicamente es relevante y que sería su trabajo específico, empieza a renquear.

El juez tiene que describir conductas y calificarlas. Ese es su trabajo. No parece muy promisorio que sea el propio magistrado el que dice que las conductas las conoce “más o menos”.
La sentencia dice: “Esta mecánica funcionaba más o menos así”. Entonces… ¿las personas involucrada están “más o menos” procesadas? Y los hechos, ¿están “más o menos” probados?

Cualquier procesamiento es de carácter provisorio y refiere a la calificación del o los hechos de que se trate. Delimita los límites fácticos y los limites de derecho de la acusación.
En el caso de las fotocopias, los límites: ¿están más o menos delimitados?
Una condena requiere un grado de certeza que se encuentra sujeto a la existencia de elementos que de modo indudable destruyan la presunción de inocencia. Un procesamiento requiere un juicio de probabilidad. Un procesamiento de Bonadío parece solo requerir una charla de café.
Hay una diferencia de grado insalvable entre juicio de probabilidad y la ligera e irresponsable apreciación de un “más o menos”. Esa diferencia de grado es la misma que existe entre la Justicia y la Injusticia. Sin más. Sin menos.

Otro aspecto que llama poderosamente la atención es la ausencia de elementos materiales que respalden los testimonios que fundan la acusación.
Un claro ejemplo es lo que sucede con el testimonio de José López que cambia por cuarta vez sus dichos para poder acusar a CFK.
Esta vez la versión que da López es que los bolsos con dinero que llevó al convento se los había dado el ex secretario de CFK el 13 de Junio. Y que recibió la orden de llevarlos al convento.
En forma previa y en otra causa que investigó el fiscal Delgado, López afirmó que el dinero había estado en su casa, oculto debajo de un tanque de agua por un periodo de meses. Y que eso explicaba porque los billetes estaban mojados.

Bonadío debió cuanto menos confrontar esa versión con el ex secretario de CFK. Chequear la información para tenerla por válida. Mínimamente. 
No lo hizo.
Y por cierto, ya conocido el procesamiento, Fabián Gutiérrez, el ex secretario señalado por López, se presentó ante el juez y negó lo dicho por López.
¿Quién miente y quien dice la verdad? ¿Mintió López con Delgado? ¿Mintió López con Bonadío? ¿Mintió Gutiérrez con Bonadío?
Desconozco la respuesta. Lo único cierto es que los billetes estaban mojados.

No forma parte del procesamiento, pero sí es necesario contar que jamás vamos a saber qué dijo López realmente. ¡Porque en un inverosímil raid televisivo que hizo el fiscal de la causa, contó que no consignó en el acta de declaración todo lo que contó López… a pedido del propio López!
José López

Repreguntado por el periodista que lo entrevistaba, el fiscal señaló que no iba a violar la confianza depositada en él por López. 
Mire, doctor Stornelli: usted es el fiscal de la causa, no un amigo de José López.
Si en estos tiempos se hicieron amigos, entonces debería apartarse. Su obligación es con la causa. Y no la ha cumplido. Y ha declarado ante la prensa argentina cómo adulteró un documento público que da cuenta de lo que sucedió en una confesión. A pedido de un imputado. Y eso es una conducta con consecuencias penales y procesales.

Sobre pruebas, es extraño que Bonadío - que con tanto interés busco en la casa de CFK el dinero y las bóvedas que podrían haberlo contenido, buscando el destino final de ese dinero - no haya investigado mínimamente algo mas fácil de buscar, que es el origen del dinero.
¿Investigó siquiera los balances de las empresas de donde salieron esas sumas millonarias? No, no lo hizo.
Y procesó igual, aun sin pruebas materiales.

Un punto particularmente ridículo es lo que refiere a CFK en cuanto claramente dice que no tiene dudas de que la destinataria final del dinero es CFK aun cuando señala que no ha podido constatar que CFK haya recibido el dinero. Creo que estamos frente a la primera jefa de una asociación ilícita ad honorem de la historia.
Bueno, después de todo a CFK, ¡Comodoro Py la acusa de dirigir cuatro asociaciones ilícitas! Se ve que creen que la ex Presidenta tiene una irrefrenable vocación por dirigirlas. ¡Tanto que a esta asociación la dirigía sin recibir ni un centavo, por amor a la asociación ilícita nomás!
Otro punto a resaltar es el grosero y desigual tratamiento de los procesados entre sí.
Veamos un caso. Calcaterra se presentó “espontáneamente” y se “arrepintió”. Otro arrepentido lo desmintió. Wagner. Ambos están libres.
Y el principio de no contradicción indica que no pueden haber dicho la verdad ambos.

Otro ejemplo es el gerente de Calcaterra, Sánchez Caballero, quien recibió una falta de mérito. Aunque entregó dinero.
Centeno, que llevaba personas a buscar ese dinero negro, quedó procesado. Tanto Sánchez Caballero como Centeno fueron funcionales a la supuesta asociación ilícita. El porqué del trato tan diferente es cuanto menos inexplicable.
O demasiado explicable, tal vez.

Más inexplicable es el arrepentimiento de Luis Betnaza, gerente de Techint, que declaró como arrepentido y cuya declaración determinó la falta de mérito de Zabaleta, otro gerente del mismo holding, quien figura entregando dinero en las fotocopias.
Gerentes como Betnaza no abundan, sin duda. Porque asumió las culpas de todo y al juez no se le ocurrió siquiera llamar a declarar a Paolo Rocca, dueño de la empresa, quien confesó su participación en los hechos en un evento de la Asociación Empresaria Argentina (AEA) y ante las cámaras de TV.
Paolo Rocca no, Luis Betnaza sí.

Tampoco se le ocurrió a Bonadío requerir las cámaras que contó Javier Fernández tiene instaladas en su casa y que podrían probar si los dichos del imputado sobre quienes iban a su casa y para qué son ciertos. Parece una prueba cuanto menos fácil de producir, ¿no?
Señala en su declaración Javier que muchos funcionarios del anterior gobierno y del actual también, son o han sido visitantes de su domicilio. Suena a apriete nada sutil. Son afortunados los miembros del anterior gobierno y del actual gobierno, porque Bonadío, el juez que se inventó una guerra, en este punto carece de imaginación… o de ganas.

Quiero ser clara en esto. Gran parte de los house organs hablan de la abundancia de pruebas. A decir verdad, pruebas, lo que se dice pruebas, es precisamente de lo que carecen esta causa y este procesamiento. Porque lo que hay son testimonios de arrepentidos, que no pueden ser los elementos utilizados para condenar.
La ley es clara en cuanto a que “el órgano judicial no podrá dictar sentencia condenatoria fundada únicamente en las manifestaciones efectuadas por el imputado arrepentido.
La materialidad de un hecho delictivo no podrá probarse únicamente sobre la base de esas manifestaciones”.
Es cierto que estamos frente a un procesamiento y no ante una condena. Va de suyo que con los elementos reseñados por Bonadío no se podría obtener una condena. De todos modos la ausencia de elementos que comprueben mínimamente la materialidad del hecho delictivo que se investiga es cuanto menos llamativa. Incluso para procesar.

Como es llamativa la confusión para nada accidental que hace Bonadío entre condena y procesamiento.
Bonadío requiere la prisión de CFK y posterga su pedido de desafuero a la confirmación del procesamiento. Como si la confirmación de dicho procesamiento significara algo más que la confirmación de un estado que NO destruye la presunción de inocencia.
El intento de fabricar una nueva categoría de cosa juzgada sin condena es hasta hilarante. Si no fuese creación de un juez, claro.

Bonadío hasta ahora investigó - o no investigó - con completa libertad y sin obstáculos, salvo los que pusieron Centeno al quemar los cuadernos, Calcaterra y Wagner al contradecirse entre sí y Stornelli al no hacer constar la totalidad de la declaración de López en el acta.
Este último ejemplo daría cuenta de los riesgos procesales de tener vinculaciones con medios de comunicación, creo.
Como sea, no hay justificación legal que dé fundamento al pedido de detención y desafuero de CFK.
Y va una salvedad importante: ¿alguien me puede explicar de qué manera se puede incidir en la investigación mediante los vínculos con medios de comunicación?
Bonadío lo consigna, pero no lo hace.
Creo que ese tipo de argumentos, además de un disparate, son un riesgo cierto a la libertad de expresión. Me extraña que los periodistas y dueños de medios no hayan salido a denunciarlo. Un día el monstruo se los puede querer comer también a ellos. Esas cosas no deben dejarse pasar.

El procesamiento es un verdadero disparate. No he leído muchas cosas iguales. Su confirmación, que doy por sentada, no tendrá siquiera el vestigio último de racionalidad que tuvo la confirmación del procesamiento que no confirmó la guerra imaginaria de Bonadío.

Me avergüenzan dos cosas. Una es que un grupo de personas hayan circulado cantidades descomunales de dinero negro e influencias. Y quiero que el Poder Judicial investigue y condene a los responsables de eso aunque algunos hayan integrado el gobierno al que yo pertenecí y del cual estoy orgullosa.

La otra cosa que me avergüenza es la cantidad de abogados, jueces y fiscales que guardan silencio casi cómplice respecto a esta persecución desaforada y sin reglas donde están violando todo lo que aprendimos, militamos y defendemos sobre procesos judiciales, garantías constitucionales y rol de los jueces, fiscales y defensores.
La defensa del Estado de Derecho no es negociable, ni claudicable ni está sujeta a conveniencias políticas. No puede serlo jamás. Porque nunca la corrupción se mejoró con mas corrupción. Porque nunca la injusticia se corrigió con mas injusticia.

Y porque la única esperanza cierta de vivir en una sociedad civilizada es defender las garantías y derechos que están consagrados en nuestra Constitución.
No podemos aceptar el Derecho Penal del Enemigo.
Porque ante la ley no puede haber amigos y enemigos. Porque ante todo debe haber ley.
Un país sin ley es un país de fuertes que todo lo pueden y de débiles que no pueden defenderse.
Es un país de enemigos. Y un país de enemigos no es un país. Solo es un territorio hostil donde nadie, pero nadie está a salvo.

martes, 11 de septiembre de 2018

TONTOS PELIGROSOS, de Arturo Pérez Reverte - 10/9/18

Estaba en Segovia con mi compadre José Manuel Sánchez Ron, científico honrado y valiente, amicus usque ad aras al que hace años dediqué El asedio; y bajo el acueducto, mirando hacia arriba admirados, comentábamos lo sorprendente de que nadie exija todavía su demolición por ser vestigio del imperialismo romano que crucificaba hispanos, imponía el latín y perpetraba genocidios como el de Numancia.
Eso nos hizo hablar de tontos, materia extensa.
«A los tontos hay que ignorarlos», dijo José Manuel.
Pero no estuve de acuerdo. Eso, respondí, los hace más peligrosos. Un tonto fuera de control es letal. Se empeñan en estar ahí aunque los ignores, tropezando en tus piernas. Con ellos no hay cordón sanitario posible, pues no hay tonto sin alguna habilidad. Hasta en la RAE tenemos alguno.
El caso es que la vida acaba poniéndotelos delante. Y como dije alguna vez, juntas a un malvado con mil tontos y tienes en el acto mil y un malvados.

Después, mientras despachábamos un cochinillo en Casa Duque, José Manuel y yo estuvimos analizando clases de tonto y peligrosidades potenciales.
Hay tontos inofensivos, concluimos, que están ahí y no pasa nada. Incluso hay tontos adorables a los que coges cariño. Que son buena gente.
En su mayor parte no tienen la culpa de serlo, aunque muchos lo trabajan y mejoran cada día con admirable tesón. Basta con ver el telediario: de todos ellos, la variante de tonto con voz pública o parcela de poder es vitriolo puro.
En un abrir y cerrar de ojos pasan a ser peligrosos, y pueden destrozar un país, la convivencia, la vida. No por maldad, sino por el lugar que ocupan y las decisiones que toman.
En política, por ejemplo, hacen más daño que los malos. Ahí está Rodríguez Zapatero - ahora lo tenemos arreglando Venezuela - que, necesitado de tensión electoral, nos devolvió, desenterrada y fresquita para las nuevas generaciones que la habían olvidado, la Guerra Civil.

Por eso no me fío de los tontos, por inofensivos que parezcan. Tengo canas en la barba y sé a dónde te llevan o van ellos mismos.
Durante veintiún años viví en países en guerra; y allí aprendí que, aunque los tontos suelen morir primero, también hacen morir a los demás. Pisan donde no deben, se asoman a la calle, encienden cigarrillos de noche. Te ponen en peligro.
Y cuando les dan un cebollazo, eso despeja el paisaje, pero no acaba con todos.
Por mucho que palmen en la guerra o en la paz, como especie los tontos nunca mueren.

Al hilo de esto recuerdo un caso, ahora divertido pero que entonces no me hizo ninguna gracia.
Cuando trabajaba para la tele solía ir con gente dura, fiable, cámaras de élite sin los que mi trabajo no habría valido nada: Márquez, Custodio y alguno más.
Pero no siempre estaban disponibles, y una vez regresé a los Balcanes con otro compañero. Era buen profesional y excelente persona, pero tenía la complejidad intelectual del mecanismo de un sonajero.
Cruzábamos varias líneas de frente con puestos de control a menudo enemigos entre sí: cascos azules, croatas, serbios, bosnios. Era su primera guerra, y le dije que se metiera las tarjetas de acreditación de cada bando en un bolsillo diferente, y que no se equivocara al sacarlas porque nos podían cortar los huevos. 
«Tranquilo», recuerdo perfectamente que me dijo.
«No soy tonto».

Cruzar líneas en guerra es una cabronada. El peor momento para un reportero.
Habíamos dejado atrás un control croata y nos pararon los serbios que bombardeaban Sarajevo, mataban a mujeres y niños y lo llenaban todo de fosas comunes.
Imaginen a una docena de esos hijos de puta pidiendo documentos, y a mi colega el cámara sacando con la acreditación serbia, cuidadosamente enganchadas por el clip unas a otras, cuantas llevaba encima, incluidas las de los enemigos: un rosario de tarjetas que dejó a los serbios boquiabiertos, preguntándose si se les cachondeaba en la cara.
Así que, desesperado, no vi otra salida que quitárselas de un manotazo, hacerle a los serbios un ademán con el dedo en la sien como si a mi compañero se le hubiera ido un tornillo, y decirles:
«Es que es tonto».
Glupan, fue la palabra serbocroata que usé.
Entonces aquellos animales se echaron a reír y nos dejaron irnos.

Mi colega estuvo los siguientes tres kilómetros en silencio, fruncido el ceño, rumiando la cosa.
Yo conducía; y al fin, cuando ya íbamos a toda pastilla por Sniper Alley esquivando coches reventados, se volvió a mirarme, muy serio.
«Me has llamado tonto», dijo.
Y yo le respondí que no. Que eran figuraciones suyas.

NO PASA NADA, SE PUEDE, de Arturo Pérez Reverte - 27/8/18

No se llama Asun, pero da igual. O a lo mejor es verdad que se llama Asun. Podría llamarse de cualquier modo.
Nació en un pueblo de Extremadura. Es morena, con el pelo largo. Muy eficaz en su trabajo.
A los diecipocos, sin demasiados estudios ni perspectiva laboral alguna, se casó con un hijo de puta que a los pocos meses, cuando quedó embarazada de su primer hijo, empezó a pegarle. Todo fue a más con el paso del tiempo: palizas, maltrato verbal, reproches que ella encajaba con sumisa resignación.
Qué otra cosa podía hacer, me cuenta. Estaba educada para eso. Para aceptar que él tenía razón porque traía el dinero a casa, y yo no era nadie: la que cocinaba, planchaba y paría hijos. En plural, pues ya teníamos el segundo. La que lo necesitaba a él para vivir, y le estaba obligada en todo. ¿Dónde iba a ir, si no? Sin él no era nada.
Eso era lo que yo misma me decía mientras soportaba aquello. Él me daba un hogar, y sin él no era nada.

Asun recuerda todo eso por algo que ocurrió hace unos días. Y para entenderlo hay que saber lo que le pasó antes.
Yo sé lo que pasó, pues la conozco hace veinticinco años, así que no necesito que me lo cuente otra vez.
Sé del infierno que vivió atemorizada, indecisa, atrapada en la trampa sin poder, o creyendo que no podía, valerse por sí misma. Denunciar a un marido, en aquel tiempo y en su ambiente, era algo impensable. O dejarlo.
Ni se le pasaba por la cabeza.
Incluso creía, de buena fe, ser culpable de cuanto ocurría.
Hasta que al fin, después de otra paliza, incapaz de soportar más, cogió a sus dos hijos pequeños y se fue. Primero al pueblo, con sus padres. Después buscó una casa y un trabajo. Algo humilde, claro, pues a los veintiocho años no tenía preparación para nada, o eso creía ella.

Hizo un poco de todo. Fregó suelos, lavó platos, sirvió en cafeterías, pintó paredes. Poco a poco fue pagando el alquiler, la luz, el agua, las cosas de los críos. Empezó a salir adelante. 
Llegaba a casa destrozada a las tantas, y entonces se ocupaba de lavar, planchar, cocinar para sus hijos.
Los ratos que tenía libres, agotada, se sentaba a ver Sálvame o uno de esos programas frívolos.
Era una mujer curiosa, sin embargo. No le interesaba la política, no votaba, pero leía algunos libros, novelas sencillas que iba alineando en los estantes de su casa.
Trabajo, televisión, algún libro.
Los críos crecieron, empezaron a ser ellos mismos. También Asun creció y fue ella misma. Afirmó sus ideas, su visión del mundo. Aprendió a gozar de la soledad tanto como de la compañía. Tuvo un novio, buena persona, que quería casarse, o vivir juntos, pero ella se negó. Había aprendido. Descubría libertades insospechadas, y estaba a gusto con ellas.
Nada de volver atrás.

Al fin, su trabajo se estabilizó. A fuerza de constancia, competencia y honradez, consiguió seguridad social y salario fijo. Una situación razonable, primero, y estable al fin, que le dio la tranquilidad necesaria.
Los hijos volaron solos. Siguió con su tele los fines de semana, con sus novelas - románticas, históricas - de vez en cuando, siempre que no fueran muy pesadas.
Pudo ahorrar y viajó un poco. Y un día, al mirarse al espejo, se estudió con extraña curiosidad, cayendo en la cuenta de que aquella joven tímida y asustada, la que creyó depender de un hombre para toda la vida, hacía tiempo que se había desvanecido para dejar sitio a la que ahora la contemplaba desde el espejo.
Una mujer distinta. Madura, serena. Libre.

Y me cuenta, al fin, lo del otro día.
Cuando estaba en su coche esperando a su hija y observó que en otro aparcado cerca un hombre le pegaba a una mujer joven. Discutían y él le pegaba.
De pronto se vio allí otra vez, treinta años atrás. Salió del coche sin pensarlo. Salió, me cuenta, corriendo hacia ellos. El hombre la vio venir, arrancó el automóvil y se fue con la mujer a la que maltrataba.
Y recordándolo, Asun se queda pensativa y al fin encoge los hombros.
No iba a hacerles nada, dice. Sólo quería contarle algo a ella, a la mujer. Asomarme a la ventanilla y decirle:
«No pasa nada, vete. No tienes por qué aguantar. Te aseguro que no pasa nada, de verdad. Si de verdad quieres, puedes irte. Yo lo hice, y te juro que se puede».

Tras contármelo, Asun encoge otra vez los hombros. 
Siente no haber llegado a tiempo para decir eso a la mujer:

«No pasa nada, chiquilla, se puede. No es el fin del mundo, sino el principio del mundo».
Después me mira y mueve la cabeza.
«Lo mismo puedes escribirlo tú, ¿no?… Puede que así lo lea ella, o alguna otra. Quizá de esa manera oigan lo que quise decir».

Y bueno. Aquí me tienen ustedes. Escribiéndolo.

QUE TODOS QUEDEN ATRÁS, de Arturo Pérez Reverte - 20/8/18

Me lo comenta Javier Marías después de cenar, cuando se fuma el segundo cigarrillo en la terraza del bar Torre del Oro, en la Plaza Mayor de Madrid. Estamos sentados, disfrutando de la noche, cuando me habla del artículo que tiene previsto escribir uno de estos días.
¿Te has dado cuenta - dice - de que en los últimos tiempos está de moda destruir la imagen de cuantos hombres ilustres tenemos en la memoria?
Pienso un poco en ello y le doy la razón. Pero no sólo en España, respondo. Ocurre en toda Europa, o más bien en lo que aún llamamos Occidente.
Destruir a quienes fueron respetables o respetados. Derribar estatuas y bailar sobre los escombros.
Es como una necesidad reciente. Como una urgencia.

Javier menciona nombres. No se trata ahora tanto, dice, de reivindicar a las muchas mujeres a las que la historia dejó en la oscuridad, ni de atacar a las conocidas, pues con ellas se atreven menos - aunque les llegará el turno -, como de ensombrecer biografías masculinas.
Alfred Hitchcock, indiscutible genio del cine, pasó hace poco por eso: misógino, sádico, despótico. La película con Anthony Hopkins lo dejaba, además, como un idiota.
De Gaulle tuvo lo suyo hace unos años, y ahora le toca a Churchill. El más brillante político de la Segunda Guerra Mundial, el que hizo posible que Europa resistiera a los nazis, aparece como un cretino en las películas que se han hecho sobre él.

Mientras damos un paseo antes de despedirnos, le paso revista a España.
No se trata ya de Churchill, Hitchcock o De Gaulle, pues no los tuvimos; pero sí de quienes destacaron por sus actos o talla intelectual.
Cierto es que en demoler reputaciones aquí tenemos solera: Olavide, Moratín, Jovellanos, Blasco Ibáñez, Unamuno, Chaves Nogales y tantos más.
Incluso quienes fueron decisivos en la historia reciente: Suárez, Fraga, Carrillo, González.
Pocos escapan a la máquina de picar carne, la necesidad de restar méritos, de rebajarlos según la tendencia, como dice Javier, de no admirar nunca a nadie.
No se trata tanto de desmitificar como de destruir.
Nada existe que no pueda ser violado, como decía Cicerón. Nadie merece ya respeto por su inteligencia o biografía. Cualquier analfabeto apesebrado en una formación política, cualquier cantamañanas nacido ayer, cualquier director de cine o periodista ágrafos hasta el disparate, cualquier tarugo con Twitter, cuestiona sin complejos a quienes ni podría rozar en talento, honradez o prestigio.
Y acto seguido, centenares de imbéciles, tan ignorantes como él, asienten con la estólida gravedad de los tontos solemnes.

Tengo una teoría personal sobre eso. Y digo personal, así que no hagan responsable a Javier - en bastantes líos lo meto ya -, sino a mí.
Del mismo modo que antes se admiraba a hombres y mujeres por su mérito, ahora unos y otros molestan.
El talento incomoda como nunca.
Los mediocres, los acomplejados, los bobos, necesitan que la vida descienda hasta su nivel para sentirse cómodos, y es destruyendo la inteligencia y ensalzando la mediocridad como están a gusto.
En España, el talento real está penalizado. Convierte a quien lo posee en automáticamente sospechoso.
De ahí a la nefasta palabra élite, tan odiada, sólo media un paso, claro. Y la palabra fascista está a la vuelta de la esquina.

¿Creen que exagero?… Echen un vistazo a los colegios, a los niños.
Lo he escrito alguna vez: todo el sistema educativo actual está basado en aplastar la individualidad, la inteligencia, la iniciativa, el coraje y la independencia.
En destruir a los mejores, con reproches incluidos a los padres: Luisa no habla con sus compañeras y prefiere leer, Alberto levanta demasiado la mano, Juan no juega al fútbol ni se integra en trabajos de equipo. Etcétera. Todo se orienta a rebajarlos al nivel de los más torpes, convirtiéndolos en rebaño sin substancia.
No se busca ya que nadie quede atrás, sino que todos queden atrás.

Ganarán los mediocres, no cabe duda. Suyo es el futuro, y se nota mucho.
A ellos pertenece un mundo que los imbéciles - ni siquiera hay malvados en esto -, asistidos por sus cómplices los cobardes, fabrican a su imagen y semejanza.
Por eso es tan admirable el tesón de quienes resisten: chicos, profesores, padres.
Los que se mantienen erguidos y libres en estos tiempos de sumisión, rodillas en tierra y cabeza baja.
Los que siguen necesitando referentes a los que admirar, nutrirse de libros, cine, ciencia, historia, literatura y cuanto sirva para obtener vitaminas con las que sobrevivir en el paisaje hostil que se avecina.
Lecciones inolvidables de inteligencia y de vida.

PIZZÁMIDE CUATRO KEOPS, de Arturo Pérez Reverte - 6/8/18

He escrito alguna vez que hay cosas que te reconcilian con el mundo en el que vives. Y son muchas.
A ver quién soporta, si no, la que está cayendo y la que va a caer.
Así que hoy quiero compartir con ustedes uno de esos analgésicos.
Nada tiene mío, pues pertenece por derecho propio a los alumnos, chicos y chicas de 11 a 12 años, que el curso pasado hicieron 6º de Primaria en el colegio Rufino Blanco de Madrid.
Y se debe a su profesor de lengua, que se llama Jesús Huertas y que, a principios de curso, para familiarizarlos con los diccionarios y las definiciones, tuvo la estupenda idea de que sus alumnos hicieran lo que llamó Díccese: un diccionario ilustrado a base de definiciones propias.
Lamento no poder incluir las ilustraciones aquí, porque son magníficas, ni todos los ingeniosos resultados, pero sí algunos de ellos. Lo que demuestra, una vez más, que mientras haya buenos maestros capaces de estimular la inteligencia de sus alumnos seguirá habiendo esperanza.

Pala delta: díccese del deporte extremo que se practica con una herramienta de jardín.
Camarrón de la Isla: díccese del cantante flamenco adicto al ron.
Móbil Dick: díccese del teléfono que usan las ballenas para comunicarse entre ellas.
Antonio Manchado: díccese del poeta que por su ímpetu en la escritura siempre acaba sucio de tinta.
Regordimiento: díccese de cuando has comido demasiado y te arrepientes al subir a la báscula.
Pedito caliente: díccese del último perrito caliente que te comerías.
La Dama y el Nauseabundo: díccese de la película sobre una hermosa perrita y un perro que da náuseas.
Las meninas del rey Salomón: díccese de las doncellas del famoso rey de África.
Arthur Coñac Doble: díccese del escritor que por no matar a Sherlock Holmes se tuvo que refugiar en el licor.
El Llavero Solitario: díccese del llavero que llevan los cowboys para no perder las llaves del rancho cuando están totalmente solos.
Vacabunda: díccese del mamífero que vive en la calle.
Julio Verde: díccese del escritor francés principalmente conocido por su inmadurez.
Limón-hada: díccese del cítrico al que le gusta conceder deseos.
El Recorte Inglés: díccese del nombre con el que se conoce el Brexit en España.
Logopedo: díccese del psicólogo que te ayuda a expulsar gases.
Dora la Explotadora: díccese de la estrella de la televisión que maltrata a sus amigos.
Truco de Mafia: díccese del acto criminal que realiza un mago.
Raperro: díccese del can que sabe rimar y ladrar con mucho estilo.
Helado Oscuro: díccese del helado abducido al lado oscuro de la fuerza.
Barbiería: díccese del sitio donde van nuestras muñecas a depilarse.
Matamáticas: díccese de la asignatura que se estudia en los colegios de asesinos.
Campeste: díccese de la persona que vive en la naturaleza y no se ducha porque no tiene mamá.
Ostragodo: díccese del molusco que invadía Italia peleando por su patria.
Berengenio: díccese del fruto de color morado no comestible por su mal carácter.
Aguasiestas: díccese de quien te despierta a las horas más inoportunas.
Buenas viboraciones: díccese de lo que siente la víbora cuando va a morder a alguien.
El perro de Basketville: díccese de la mascota de origen inglés de un equipo de la NBA.
Pitrufo: díccese del hombrecito azul al que la trufa se le sube a la cabeza.
Mosquiteros: díccese de los mosquitos que luchan por la paz de la ciudad.
Azupena: díccese de la flor que siempre está triste.
Maní-pulador: díccese del fruto seco de origen argentino que controla o manipula los actos de la gente.
Caperucita Coja: díccese del personaje al que el lobo ha devorado una pierna.
La vuelta al mundo con 80 tías: díccese del viaje que se hace con 80 hermanas de tus padres.
Pizzámide Cuatro Keops: díccese de la pizza favorita de Marco Antonio y Cleopatra.

EL HOMBRE QUE ME HIZO AMAR ITALIA, de Arturo Pérez Reverte - 30/7/18

Veo con frecuencia películas de Alberto Sordi, pues tengo muchas en casa. No las doscientas que protagonizó, pero sí medio centenar largo. La mayor parte son deuvedés comprados durante muchos años en Italia, con la ventaja de que se pueden escuchar en versión original y con subtítulos también en ese idioma, que es buena forma de disfrutarlo, aprenderlo y mejorarlo.
Las veo a menudo, como digo, pues ese actor y sus películas me provocan un estado próximo a la felicidad.
Y no sólo porque muchas de esas historias dirigidas por Monicelli, Fellini, Risi, Zampa, Steno y otros sean obras maestras, sino porque con el tiempo, gracias a ellas y a su intérprete, comprendí mejor Italia y a los italianos. Mi amor por ese país, mi afecto por sus gentes, mi envidia por sus virtudes y mi indulgencia ante muchos de sus defectos, también se los debo a ellas.
No exagero si digo que Alberto Sordi me hizo amar Italia.

Hace poco vi por sexta o séptima vez mi película favorita entre las suyas: Una vita difficile (1961). Y unos días antes dediqué una tarde a un magnífico programa doble, Il marchese del Grillo (1982) y Tutti a casa (1960), que rematé por la noche con L’arte di arrangiarsi (1955).
Y no es sólo que Sordi, con su voz prodigiosa, con su extraordinaria capacidad para protagonizar desde la más hilarante comedia - Il vedovo (1959) - hasta la tragedia más sobrecogedora - Un borghese piccolo piccolo (1977) -, sea un actor inmenso, sino que conjugó como nadie el peculiar verbo ser italiano.
Albertone, así lo llamaban cariñosamente sus compatriotas - su muerte hace quince años fue un duelo nacional -, interpretaba con naturalidad, a veces en un mismo personaje, lo más admirable y también lo más detestable de su patria.
Sus vicios y sus virtudes.
Podía asquear y conmover de una secuencia a otra, arrancar carcajadas o lágrimas.
Y es significativo que, en una famosa encuesta sobre cine y actores, los italianos dijesen que querrían parecerse a Mastroianni, Gassman y De Sica; pero que, a la hora de la verdad, con quien se identificaban de verdad era con Alberto Sordi, que los había encarnado como nadie.
Por algo la biografía que le escribió Giancarlo Governi se tituló simplemente L’ Italiano.

Conozco también el cine español del tiempo en que Sordi hizo sus mejores películas, y eso acrecienta mi admiración por él y por quienes lo dirigieron en la pantalla.
Durante esos años, en España tuvimos grandes actores: Fernán Gómez, José Luis Ozores, Tony Leblanc, Manolo Morán, Mayo, Closas, López Vázquez, Alfredo Landa y otros que encarnaron, a su manera, al español de entonces.
La diferencia es que ese español, por divertido y tierno que fuese - pocas veces fue trágico -, era más falso que un duro de plomo, filtrado siempre por el franquismo y su censura.
Aquel compatriota nuestro interpretado en el cine apenas tenía que ver con la realidad; y la pareja encarnada por cualquiera de esos buenos actores con Concha Velasco - quizá la más enorme y versátil de nuestras actrices - o alguna otra chica de la Cruz Roja, con su pisito y su casta vida de novios con final feliz, nada tenía que ver con la realidad de una España que sólo apuntaba su verdadero rostro gracias al talento y sutileza de unos pocos directores, en obras maestras como Atraco a las tres (1962), La caza (1966) o Calle Mayor (1956).
De modo que, a diferencia de aquella Italia con su cine ácido y libre, capaz de burlarse de sí misma con audacia y talento, al verdadero español sólo era posible vislumbrarlo en esa época muy de lejos, leyendo entre líneas, en la blanda picaresca - tolerada por políticamente inofensiva - de Antonio Garisa, Gómez Bur, Pepe Isbert o el gran Tony Leblanc de El tigre de Chamberí (1957) o Los tramposos (1959).

Por eso, cuando hay cosas que llegan a niveles poco soportables - lo que con los años ocurre a menudo -, a veces busco analgésicos en las viejas películas y recurro a Alberto Sordi: me reconcilia con el ser humano la extraordinaria secuencia final de La grande guerra (1959), repaso una y otra vez la escena de Una vita difficile en la que se aleja de su mujer escupiendo entre los coches, y cada vez pienso que los españoles, tan firmes en nuestros fanatismos, tan tenaces en nuestros odios, seríamos mejores personas de haber tenido un cine que, como a los italianos, nos hubiera hecho compartir risas y lágrimas, mostrándonos sin complejos lo que somos y lo que podríamos ser. Enseñándonos, sobre todo, l’arte di arrangiarsi.
El arte de, frente a un Estado casi siempre infame, arreglárnoslas con humanidad entre nosotros.

jueves, 6 de septiembre de 2018

EL BENEFICIO DE SER POBRES, de Mayra Arena

Mi vieja es una mina marginal. Toda la vida vivió fuera del sistema y ahí quedará. Por un problema que tuvo al nacer, es muy pequeña: no llegó nunca al metro cincuenta, y por los muchos embarazos que tuvo ya se le cayeron varios dientes. Tiene 41, pero la falta de dientes sumada a su escasa estatura y marcada delgadez, hacen que aparente mil años más.

Mi vieja dejó la escuela porque era al pedo. Vos le explicás algo y no lo entiende. Incluso las cosas más simples, se las tenés que explicar despacio, varias veces. 
Si querés enseñarle a ir al chino de la vuelta lo mejor es acompañarla y que vaya, porque si le explicás el camino, no entiende.
Mi vieja nunca prendió una computadora, ni la va a prender.
Apenas sabe leer y escribir, y cuando digo “apenas” quiero decir, escribe como el orto y cuando lee no le queda nada. Tiene que leer algo simple varias veces para que le quede.
A veces nos pide ayuda a las hijas grandes, y hay que explicarle despacio y con palabras claras, sino no entiende.

Mi vieja no laburó nunca, no se desenvuelve. Siempre que intentó tuvo laburos muy malos, porque a los buenos, no pudo ni podrá acceder nunca. Siempre limpiando, cada vez que le conseguíamos un trabajo la echaban al poco tiempo: la gente no le tiene paciencia porque vos le explicás y no entiende.
Mi vieja nunca aspiró a tener nada, siempre sintió que hay cosas que simplemente no eran para ella. Siempre sintió que ciertas cosas “son cosas de ricos” incluso cosas mucho más sencillas de las que piensan.
Mi vieja tuvo varios hijos, todos de distintos hombres. En el hospital le explicaban que no tuviera más, que tenía que cuidarse, pero ella no entiende. Nosotros llevamos el apellido de ella y salvo el más chico, ninguno conoció a su respectivo padre. 

Mi hermana Gisella Marisol y yo, tuvimos el beneficio de ser pobres. De pibas, mi vieja marginal nos mandaba a pedir todos los días. Íbamos a las panaderías porque son los que mejores cosas dan, y con lo que volvíamos se cenaba. Mate cocido con lo que hubiera. Cuando no nos daban las del barrio, nos íbamos abriendo cada vez más hasta llegar a las del centro. Por eso nunca compartí la filosofía de no darle monedita al nene que pide: lo único que lográs es que tenga que caminar más, porque ese pibe no va a volver a la casa con las manos vacías. Teníamos hermanos más chicos, pero no quedaban en casa, salíamos todos juntos porque a los más chicos siempre les dan más. Entonces salía mi vieja con nosotros y mi vieja se quedaba afuera y nosotros íbamos al negocio y pedíamos. Cuando íbamos con mi hermanito, la cosa era bastante rápida porque era muy chiquito y la gente siempre te da lo que puede. Mi vieja no entraba porque a los grandes no les dan casi nunca nada. Hay lugares que igual nunca dan nada y lugares que siempre te dan aunque sea un pancito. La cosa es que siempre volvíamos con algo para acompañar el mate cocido.

Mi abuela estaba apenitas mejor que nosotros porque laburaba limpiando. No teníamos a nadie que trabaje excepto ella, entonces lo poco que sabíamos de trabajo era que era horrible: las patronas eran malas y siempre le hacían cosas horribles, le pagaban menos de lo que le prometían y se hacían las desentendidas. A veces se iban un mes a Europa y ese mes la dejaban totalmente en banda. Cuando trabajaba, no le pagaban casi nada, incluso nosotras pidiendo en la panadería, a veces conseguíamos cosas que ella no podía comprar ni ahorrando.

Nuestra casa era un cuadrado con un baño en la época que mi abuela podía pagar alquiler, pero cuando mi vieja se peleó con mi abuela nos mudamos a una piecita sin baño en Pampa Central. Las necesidades se hacían en un balde y la comida del mediodía nos la daba un comedor que daba comidas riquísimas, polenta, guiso, tallarines. A veces hasta había postre, una naranja o un flancito. A la tarde tomábamos la leche en una iglesia en frente de casa y en esa época mi vieja empezó a cobrar una cosa que se llamaba jefes y jefas y eran 150 pesos por mes. Siempre que cobraba, los veintipico de cada mes, comíamos un yogur cada uno y para nosotros era la gloria.

De piba, cuando sos pobre, lo que te salva de la marginalidad es creer. Creer que algún día vas a tener todo eso que querés tener. Cuando conocés grandes que no son pobres y que te preguntan qué vas a ser cuando seas grande, empezás a soñar un poco. Todos los grandes te dicen todo el tiempo que no dejes la escuela, que estudies mucho. Nosotras, mi hermana y yo, conocimos un grande en particular que fue significativamente importante para nosotras: Marcelo General. Seguramente no lo conozcan, no era más que un vecino nuestro. Él y su adorada esposa siempre nos invitaban a su casa a jugar con su hijita, a pesar de que nosotras no teníamos juguetes ni nada para llevar. Ellos tenían cosas que nosotras no habíamos tenido ni visto jamás. La casa de ellos era una mansión, aunque ahora que lo pienso no era más que una casa con comedor y un par de dormitorios. Pero nosotras ahí adentro estábamos en nuestra salsa. Mi hermanita jugaba con todos los juguetes de la nena, yo siempre pedía pasar al baño porque era espectacular: tenía un espejo gigante y papel higiénico de esos con dibujitos y los puntitos para cortarlo derechito. Cuando sos pobre, la riqueza se mide en esas cositas. Ellos eran ricos. Todos los días la acompañábamos a la cooperativa y ella nos dejaba elegir el yogur que quisiéramos. Todos los días le preguntábamos de hasta qué precio podíamos agarrar, y ella nos decía que de cualquier precio, que agarráramos el que más nos guste. Definitivamente eran ricos.

La mamá de la nena nos contaba que el marido a veces se levantaba a las 4, o sea, trabajaba desde muy temprano. El hombre era muy bueno, siempre hacía chistes y miraba la tele. A veces nos daban hielo para tomar agua fresca en casa, porque nosotras no teníamos heladera, pero solo a veces porque otra vecina de la esquina, Silvia, también nos daba hielo siempre. Hay vecinos que te ayudan muchísimo.
Marcelo y Claudia, su esposa, siempre nos decían que fuéramos a la escuela. Una Navidad nos dijeron que había venido Papá Noel pero nosotras ya sabíamos que habían sido ellos. Los regalos, mi hermana todavía los tiene guardados. Así de valioso es todo cuando sos pobre.

En la escuela, también éramos pobres, no marginales.
No teníamos las cosas que tenían todos, a mi hermana incluso una maestra no le corregía las tareas porque no llevaba cuaderno tapa dura. Siempre la retaban por no llevar las cosas que pedían y ella siempre lloraba. Pero éramos muy estudiosas, teníamos esa ventaja.
Era una escuela pública, los pobres éramos nosotros y los ricos eran los que se compraban alfajores en el recreo, tenían mochila con carrito y cartucheras de dos pisos.
Todos los grandes que conocíamos nos decían que si estudiábamos nos iba a ir bien, y nosotras lo creíamos de verdad. Mi hermana no tenía la cartulina que pedían, pero jamás se olvidaba de hacer los deberes.
Hubo una asistente social que nos ayudó muchísimo y que siempre nos daba mercadería, lo hacía delante de todos y eso nos daba vergüenza, por eso mi hermana era medio tímida. No lo hacía de mala porque era buenísima, yo creo que no se daba cuenta que es feo que te den mercadería cuando a nadie le dan, en el aula todos te quedan mirando además.
Hubo un invierno en que teníamos una sola campera buena, la violeta, asique iba unos días mi hermana y unos días yo. Yo decía que nunca tenía frío e iba igual pero después me recagaba enfermando entonces era mejor así. Mi hermana odiaba faltar porque después no entendía las cosas. Así que yo faltaba mucho. Mucho. Pero en casa había varios libros y los leía, una y otra vez. Yo sabía que estudiando me iba a ir mejor, eso me decían todos.

Éramos pobres, no marginales. No queríamos dejar la escuela. Conocíamos gente que no era pobre y era gente que trabajaba y había estudiado, entonces por ahí venía la mano.
Pasaban los años, mi vieja seguía sin laburar. A veces se afanaba queso de un supermercado, lo sacaba entre la ropa o debajo de la axila. Una vez me afané un alfajor de un kiosko y me dijo que si lo volvía a hacer me iba a hacer pasar la vergüenza de mi vida: nunca más toqué nada. La vergüenza es a lo que más miedo le tenés cuando sos chico, ni que te caguen a palos es tan fulero. No sé cómo explicarles lo que deseás un alfajor o una milanesa. Los que pueden comerlo cuando quieren, para uno son ricos. Yo ya tenía como 12 años y no quería salir más a pedir: me daba vergüenza. Y ahí ocurrió algo que casi nos empuja a la marginalidad, pero con el tiempo zafamos.

Mi vieja había tenido un marido golpeador, un alcohólico hasta los huesos que había vivido con ella cuando éramos mocosas. De nuestros padrastros y otros horrores, no voy a hablar. Este tipo estaba preso hacía varios años, era el papá de mi hermanito, el único que tuvo padre. Estaba por salir de la cárcel y nosotras sabíamos que mi vieja iba a volver con él. Mi hermana, ante el terror de volver a sufrirlo, se fue a vivir con mi abuela y no volvió. Ella tenía 9 años cuando lo decidió, todo para no volver a ver a mi padrastro. Yo me quedé, porque quién iba a cuidar a mi vieja y a mi hermanito, si no yo. Salió mi padrastro de la cárcel y me di cuenta de la triste realidad: yo no podía contra él. Entonces me metí de novia con un tipo 30 años mayor que yo y me pasaba todo el día en la casa de él. Lo importante era no volver a mi casa. Hasta que me tuve que ir definitivamente, a los 13. Confié que a mi hermanito no le iba a pasar nada porque era hijo, no hijastro.

Dejé la escuela porque si se descubría mi relación, mi pareja iba a terminar en la cárcel y yo iba a ir a un colegio o con mi padrastro. No me hubiera arriesgado a eso por nada del mundo así que dejé de estudiar y me alejé de todo el que me conociera. Por supuesto, quedé embarazada. Y como nadie te da laburo siendo una cría de 14 años embarazada, yo me volví, por un tiempo, marginal, no pobre. Ya no podía estudiar porque eso era un peligro para el papá de mi hijo, y nadie me daba trabajo porque… era menor y tenía un hijo. De nuevo y siempre, los vecinos me ayudaron mucho. Ya no eran los mismos vecinos porque yo vivía más abajo, pero acá también me ayudaron, y no saben cuánto. Mi hermana seguía siendo pobre, siempre estudiando, siempre esperanzada de salir adelante.

Pasaba el tiempo, vivíamos como podíamos y yo accedía a los laburos que te dan cuando sos menor. Vendía perfumes en la calle, puerta a puerta o hacía campaña de socios para algún hogar, esos que te pagan el 10 por ciento de lo que recaudás. No existía la asignación y para todos los planes existentes, yo era menor. Todo me empujaba a ser marginal, porque ni siquiera podía acceder a los laburos o planes de pobres.
A los 15 hice un curso de peluquería, pero en esa época no existía internet y era muy difícil ir haciéndote conocido en un oficio. Además yo tenía 15 y se me notaba en la cara, nadie se iba a dejar cortar el pelo por mí.
A los 16 mentí diciendo que tenía 19 y accedí a mi primer laburo con sueldo mensual: tenía que cuidar a un abuelo hemipléjico. ¡De nuevo pobre! Ya no marginal.
Es abismal la diferencia. Cobraba un sueldo por mes que no era más que un sueldito, pero podía comprar comida y cositas para mi hijito. Mi abuela me había regalado un lavarropas automático que le regaló una patrona, ese lavarropas lo vendimos y lo cambiamos por unas garrafas, y esas garrafas las vendimos y juntamos dos mil pesos. Con eso compramos el ranchito que se ve en la foto. Dos mil pesos nos costó, un rancho de chapa con piso de tierra, y estábamos en la gloria. Tiempo después las cosas no anduvieron con el papá de mi hijo, la verdad es que yo hacía rato no lo quería más. Entonces me fui con mi nene y de ahí en más cuidamos viejitos siendo cama adentro, o cuidábamos alguna abuela de noche y yo de día trabajaba de otras cosas. Entonces teníamos casa, comida y un pequeño sueldo.
A los 21 años aprendí un oficio y gracias a internet y la facilidad de promocionar tu laburo gratis, pude laburar menos horas durante el día y empezar a estudiar. Pobres, no marginales.

Los años de laburo siendo joven, estudiante y pobre, son durísimos. No es nada fácil este ambiente, se vive siempre al día, y muchas veces te gastás los últimos veinte pesos que tenés en fotocopias del currículum, vas al centro caminando para no gastar en boleto y uno tras otro te dicen que lo dejés, que después te llaman. Los días se hacen eternos cuando nadie llama. Pero la diferencia crucial entre nosotras y mi vieja es que, nosotras teníamos la esperanza de que alguien iba a llamar. Todos los días salís a patear esperanzada, deseando que alguien te diga “venite el lunes a primera hora”. Y tarde o temprano ese día llega.

Mi hermana empezó laburando a los 16 para un tipo que le pagaba “según como trabajara ese día” o sea, le pagaba lo que se le cantaban las pelotas. Como es mucho más desenvuelta que mi vieja no sólo no pierde los laburos, sino que tiene cada vez más. Alquila un departamentito y labura todo el día para poder pagar su alquiler y comer. Yo la he visto llorar de cansancio y frustración, pero como todo pobre, al otro día se levanta y sale a ganarse el mango igual. Además estudia, cuando sos pobre siempre te dicen que estudiar es la salida y vos lo creés. Ya le falta poco para ser maestra, cagate de risa. Capaz hasta se cruza con la que no le corregía las cosas por llevar esos cuadernos que te daba el gobierno que si borrabas dos veces se transparentaba la hoja. Andá a saber.

Mi vieja sigue siendo marginal. Tiene un solo laburo de limpieza hace algo de un año y nunca sabemos cuánto le va a durar. Ya pasó los 40 y es muy joven como para jubilarse, pero grande como para encontrar un laburo fijo. Gracias a la asignación que cobra de los dos más chicos, sumada al laburito, la miseria no es tan espantosa como la de mi infancia en los 90.
Las hermanas más grandes nos independizamos hace ya mucho, entonces ayudamos a los más chicos. Ellos no tienen la vida que nosotros, no salen a pedir y pueden ir al colegio con útiles comprados, no esos lápices de porquería que a nosotros nos daba el gobierno y que los pasabas por la hoja y no pintaban. Siempre hay que darle una mano a mi vieja con los trámites de la asignación, porque a ella le explican, pero no entiende.

Cuando sos marginal, como mi vieja, aceptás que tu único futuro es la pobreza. No te interesa tener nada porque estás segurísimo de que nunca vas a poder tener nada. A los ricos los mirás con bronca, son unos miserables que no te dan nada, ni trabajo. A mi vieja nunca le dieron ni trabajo.
En cambio, cuando sos pobre, lo que te salva de caer en la marginalidad, es la esperanza de salir de esa pobreza. Es muy dificultoso, porque labures de lo que labures, empezás ganando muy poco, y tenés muchas, pero muchas necesidades para cubrir. Además, siempre tenés en la familia alguien que está peor, y ayudás. En lo poco que podés ayudás. Entonces todo crecimiento se hace más lento, porque le comprás zapatillas a tu nene, pero no podés dejar de comprarle a tu hermanita. Y mi hermana vuelve a cenar el mate cocido con un mignoncito, para comprarle una campera buena a la más chica. Entonces sos sostén tuyo y de tu familia, porque sos pobre, pero tu vieja es marginal y sabés que no va a conseguir laburo. Ni siquiera uno de limpieza como el de mi hermana, o en geriatría, como yo.

No es lo mismo ser marginal que ser pobre: el mundo es de un color distinto. Cuando sos pobre sentís, sabés, la gente te dice constantemente que si te esforzás mucho vas a salir adelante. Mi vieja es marginal, no espera nada del mundo. Sabe, siente, percibe que el mundo es de los otros. Tiene una capacidad cognitiva bajísima y tiene mal aspecto: la gente no le dice nada y si le dijeran, no entiende.

Cuando sos pobre y venís de familia pobre, no marginal, aunque no lo creas ya tenés un montón de ventajas. Tenés otra forma de ver la vida de entrada: son tus propios padres los que te dicen que con esfuerzo vas a lograrlo. Y salís, por supuesto con muchísimo esfuerzo, pero tarde o temprano salís adelante. Con ganar un buen sueldo ya vivís mejor, cubrís tus necesidades y vas mejorando, poco a poco, tus posibilidades.

Una vez leí, en esta carrera que estudio con la esperanza de descubrir cómo hacer que los marginales puedan llegar a ser pobres y que los pobres dejen de serlo, una frase que me voló la cabeza. La frase dice “la diferencia entre un marginal y un pobre es que el pobre tiene claro su lugar en el mundo”. El que lo escribió lo hizo, claro, analizando desde afuera. Pero no le erra.
El beneficio de ser pobres es que entendés rápido que tenés que adaptarte al medio para sobrevivir. A un marginal como mi vieja, le expliques como le expliques, no lo entiende.

Cuando los leo odiando a ciertos pibes porque sus padres o ustedes mismos fueron pobres y salieron adelante, no puedo ponerme a explicarles esto de que ser pobre es infinitamente menos malo que ser marginal. Es muy largo, es muy complejo, y además no sé si me van a querer escuchar.
Por eso estudio ciencia política y por eso estoy segura de que mi hermana estudia para maestra. Para poder explicarles mejor a los marginales, a los pobres y a los que no entienden por qué los pobres siguen siendo pobres. Igual sabemos que estudiemos lo que estudiemos hay gente que no nos va a querer escuchar. Hay gente que no es marginal, pero igual le explicás, y no entiende.

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