miércoles, 28 de noviembre de 2018

TENÍAMOS UN JUGUETE, de Hernán Casciari

Teníamos un juguete; era el más divertido del mundo. 
No lo habíamos inventado nosotros pero jugábamos mejor que sus inventores. Aceptamos algunas palabras de su idioma original: ful, corner, orsai, pero enseguida lo llenamos de palabras nuestras: sombrero, rabona, pared. Empezamos a jugar en la vereda, en los patios, en invierno y verano, hasta que un día algunos de nosotros, los que jugaban mejor, dejaron sus empleos y se dedicaron por completo. ¡Y qué bien jugaban!

Era tan grande la belleza de sus movimientos que muchos dejamos de jugar y nos pusimos a mirarlos. Armamos clubes sociales, construimos tribunas de madera y de cemento, solamente para ver de cerca a los mejores de cada barrio. Después organizamos torneos semanales, discutimos reglas y elegimos colores para las camisetas. Éramos hombres, pero actuábamos como chicos la mañana del seis de enero.

Y claro, los que habíamos nacido en un barrio queríamos que el domingo ganaran los nuestros, y que los vecinos perdieran. Entonces le incorporamos una variante al juego: mientras durase el partido, los que mirábamos teníamos que cantar a coro y a los gritos. Y así lo hicimos.

¡Qué bien nos salía cantar! Pronto averiguamos que no solo éramos buenos con el juguete, sino también mirando el juego. No habíamos resultado espectadores tristes, como en otros continentes. Nosotros nos involucrábamos, tirábamos kilos de papel picado para recibir a los nuestros y componíamos canciones de aliento. «Sí sí señores / yo soy de Racing. / Sí sí señores / de corazón». Nos divertíamos durante la semana inventando estrofas, y hasta empezamos a componer otras, más picarescas, para fastidiar al vecino. «River tenía un carrito / Boca se lo sacó / River salió llorando / Boca salió campeón». Qué risa nos daba molestar a los vecinos.

Imagínense. Si el juguete ya era divertido en silencio, con el contrapunto de las tribunas el pasatiempo se convirtió en un espectáculo asombroso. Tanto, que venía gente de todo el mundo a conocer nuestra fiesta popular, llena de papel picado y de cantitos. Empezamos a decirle «hinchar» a la acción de fastidiar al rival con canciones picarescas. Y nos bautizamos a nosotros mismos «hinchas», y al grupo enfervorizado de la tribuna le pusimos de nombre «hinchada». Habíamos aprendido a vestir al juguete con accesorios.

Un día se hicieron tan numerosas las hinchadas, y tan efusivas, que tuvimos que poner barras de fierro en las tribunas, a la altura de la cadera, para no caernos en avalancha por culpa de la emoción. Más tarde esa barra de metal sirvió para que el hincha con mejor garganta, subido a ella, dirigiera el coro improvisado. Bautizamos a este hincha con el nombre de «barrabrava», porque sus malabares eran de vértigo.

Nuestros mejores jugadores, que ya empezaban a jugar en otros países, al debutar en el extranjero sentían un vacío: la emoción de las tribunas no era igual. Todos sentados, nadie cantando. Muchos elegían volver al club de su origen, incluso perdiendo fortunas, con tal de escuchar otra vez el rumor de las hinchadas dirigidas por los barras. Fue entonces cuando nos empezó a interesar más el accesorio que el juguete.

En esa época empezamos a exagerar la emoción que sentíamos. Los hinchas, que hasta entonces caricaturizábamos pequeñas guerras ficticias, olvidamos que actuábamos en chiste. Empezamos a llamarle «pasión» a nuestra simpatía por un club.

Y los cantos se volvieron literales. «Corrieron para acá / corrieron para allá / a todos esos putos los vamos a matar». A muchas empresas esto les pareció muy rentable y reforzaron la idea de «pasión». La pasión del encuentro. Todos unidos por una pasión. El juguete se había vuelto tan importante como la vida. Era, incluso, un resumen de la vida.

Entonces, una tarde, dejamos de alentar a los jugadores y empezamos a ser hinchas de nuestra propia pasión. «Pasan los años / pasan los jugadores / la hinchada está presente / no para de alentar».

Mientras en el pasto ocurría el juego, las tribunas se felicitaban a ellas mismas, y creímos sensato fundar periódicos, emisoras de radio y canales de televisión que informaran durante las veinticuatro horas sobre el juego, aunque el juego solo ocurriera una vez por semana. No nos pareció excesivo. Porque de martes a sábados queríamos saber sobre las hinchadas, sobre los barrabravas y sobre las pasiones.

Los periódicos le daban la misma importancia, en la portada, a un conflicto entre hinchas que a la guerra de Medio Oriente. Y los barrabravas empezaron a tener nombre y apellido en la prensa. Les sacaban fotografías, se hablaba de ellos en las tertulias. Cuanto mayor era su salvajismo, más grande su fama y su titular.

Los relatores del juego, que al inicio solo decían los nombres de los jugadores por la radio, también empezaron a fingir emoción exagerada en el relato. Durante los partidos gritaban los goles durante cincuenta segundos en el micrófono, como poseídos, como si no hubiera nada más importante en el universo, y después le pedían calma a las tribunas.

Nadie sabe cuándo fue, exactamente, que todo se fue al carajo. Nadie recuerda cuándo murió el primero de los nuestros, ni a manos de quién. Nadie sabe cómo algunos se hicieron dueños del juguete. Pero un día las tribunas se convirtieron en campos de batalla. Y la prensa no hablaba de la muerte de seres humanos, sino de la muerte de «hinchas de». Para alimentar la pasión.

Los jugadores que triunfaban en el extranjero ya no quisieron volver, y los dueños del juguete se llenaron los bolsillos sin mejorarle el mecanismo. Hoy, cuando vamos a ver jugar a los nuestros, ya no hay sombreros, ni rabonas, ni paredes. El pasto está alto y descuidado. Y pusieron una manga de plástico para que los jugadores puedan entrar a la cancha sin morir.

Teníamos un juguete. Era el más divertido del mundo. Todavía no sabemos si fue un accidente, pero rompimos el juguete en mil pedazos. Lo hicimos mierda.

Y lo más triste es que no sabemos jugar a otra cosa...

lunes, 5 de noviembre de 2018

DE ALFONSÍN A BOLSONARO (Cuando las termitas carcomen la democracia), de Horacio Verbitzky - 4/11/4/18

El martes 30 de octubre se cumplieron 35 años de la elección de Raúl Alfonsín. Dos días antes de ese aniversario, el electorado brasileño consagró al capitán del Ejército Jair Bolsonaro como nuevo Presidente de Brasil, el principal vecino y socio de la Argentina.
Alfonsín predicaba que con la democracia se come, se cura y se educa, cosa que le costó demostrar durante su accidentada gestión, y promovió el enjuiciamiento de los militares responsables de crímenes de lesa humanidad.
Bolsonaro postula que sus opositores se pudrirán en la cárcel y reivindica no sólo el gobierno militar sino también la tortura a los detenidos políticos, aunque confiesa que hubiera preferido que los mataran.
La coincidencia de las fechas traza un arco significativo sobre el itinerario de la democracia en la región, que puede analizarse en distintas etapas.
En el medio queda el actual Presidente Maurizio Macri, quien se congratuló por la elección de Bolsonaro y conmemoró con un acto en la Casa Rosada el aniversario de Alfonsín.

Vías paralelas


Desde el siglo XVI Brasil y la Argentina han evolucionado por vías paralelas y reflejado las tensiones del contexto internacional. Fueron simultáneas las colonizaciones portuguesa y española de estos territorios incorporados en forma violenta al mercado mundial.
También los gobiernos nacionalistas populares de Getulio Vargas y de Juan Perón en los años ’50 del siglo XX, las respectivas dictaduras en las décadas de 1960 y 1970 y las consiguientes salidas democráticas en la de 1980, los experimentos neoliberales de los años ’90, la resurrección populista en el siglo XXI y la restauración conservadora actual.
Es tan importante reparar en las llamativas similitudes como ahondar en las diferencias notorias entre ambos procesos.

Desde la bula papal que en 1493 dividió las posesiones americanas de Portugal y España, Brasil y la Argentina rivalizaron política y económicamente y se tuvieron como respectiva hipótesis de conflicto militar, hasta que en 1979 se firmó el acuerdo de aprovechamiento hidroeléctrico compartido, que inauguró una nueva época. La mayor distancia entre ambos se produjo durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Brasil aportó un contingente militar a los Aliados y la Argentina defendió mientras pudo la neutralidad. La mayor proximidad, durante las simultáneas presidencias de Lula y los Kirchner, que coordinaron políticas como nunca antes, tanto regionales como globales.

Raúl Alfonsín prometió investigar y castigar los crímenes de la dictadura y lo primero que hizo al asumir la presidencia, en diciembre de 1983, fue crear una comisión de la verdad, pionera en el mundo, prolegómeno del también único juicio a las primeras tres juntas militares. En Brasil, la elección indirecta consagró un año después una fórmula integrada por el líder populista Tancredo Neves, quien había sido ministro tanto de Vargas como de Joao Goulart y por el conservador nordestino José Sarney. Neves murió antes de asumir. Ni hablar de investigaciones sobre los militares.

Alfonsín y Sarney crearon el Mercosur, a Bolsonaro le gustaría sepultarlo, o al menos reducirlo a un acuerdo de libre comercio sin unión aduanera, como intentó Domingo Cavallo durante la presidencia de Carlos Menem, mientras Fernando Henrique Cardozo gobernaba en Brasil con un programa similar.

¿Puede ser?


La pregunta que sobrevuela la escena política es si en la Argentina también es posible un Bolsonaro, quien forma parte de una tendencia que incluye, entre otros, a Trump en Estados Unidos, Salvini en Italia, Orbán en Hungría, Morawiecki en Polonia, Kurz en Austria y Duterte en Filipinas. Es decir, un fenómeno mundial, que también expresan el Frente Nacional en Francia, los promotores del Brexit británico como Nigel Farage y el movimiento neonazi alemán. Francia pudo resistir esa oleada apelando a una tradición nacional. Cada vez que un candidato antisistema o de ultraderecha se acercó al poder, liberales y socialistas se aliaron para cerrarle el paso, como explica Zeev Sternhell en su libro La droite revolutionnaire, les origines françaises du fascisme. Ocurrió por primera vez en 1888, cuando el ministro de Guerra, general Georges Boulanger, avanzaba con estentóreas denuncias contra la corrupción. Los socialistas franceses se dividieron entre posibilistas que se aliaron con el centro liberal para defender las libertades burguesas, y revolucionarios, que vieron en la adhesión a Boulanger “el malestar contra una República que era sólo la República de los capitalistas” y decidieron circunscribirse a la lucha de clases. Algo similar ocurrió en 2002 contra la amenaza del paracaidista de la guerra de Argelia Jean Marie Le-Pen, vencido en el balotaje por el gaullista Jacques Chirac, y el año pasado contra su hija Marine, derrotada por el liberal Emmanuel Macron. Hay allí una lección a descifrar. La única vez que Francia tuvo un gobierno de extrema derecha fue bajo la ocupación alemana.

Quien intenta dar cohesión a esta nueva internacional autoritaria es Steve Bannon, ex oficial de la marina, ex banquero y uno de los creadores de Cambridge Analytica, que asesoró a Trump, Orban y Bolsonaro en sus respectivas campañas, basadas en la segmentación de públicos que permite el big data y la difusión de noticias falsas al gusto de cada uno. En un reportaje al diario pinochetista de Chile El Mercurio,

http://www.economiaynegocios.cl/noticias/noticias.asp?id=516711
Bannon dice que la suya es la cruzada revolucionaria de un capitalismo popular. “El mundo se verá obligado a elegir entre dos formas de populismo: el de derecha o el de izquierda. El centro está desapareciendo, eso es un hecho. Entonces, si vas a tener que acomodar tu filosofía de inversiones al hecho de que hay que preocuparse de las personas comunes y corrientes, parece evidente qué camino se debe seguir. De lo contrario tendrás a Jeremy Corbyn, Bernie Sanders, a los Chávez, Allende y Castros de este mundo y ya hemos visto lo que hace el populismo de izquierda”. Bannon rechaza las acusaciones de fascismo, “pues este último supone la adoración del Estado y su fusión con los intereses económicos. Nosotros somos los antifascistas que buscan deconstruir el Estado administrativo. Además somos individualistas”. Es la misma fantasía que llevó a los publicistas oficiales a presentar a Macri como progresista.

El éxito de Bolsonaro hace brillar los ojos de Miguel Pichetto y Patricia Bullrich, que profundizan su discurso antiderechos, además de algunos marginales como el diputado amarillo Alfredo Olmedo, más conocido por sembrar soja en las banquinas públicas, reducir trabajadores a la esclavitud, y pelearse a los golpes con su esposa y su hija frente al hotel alojamiento donde lo encontraron con otra mujer.
Único legislador que votó en contra de la ley interpretativa que excluyó del 2×1 a los delitos de lesa humanidad, un meme del documentalista y director estadounidense Robert Weide, recopilador de situaciones bizarras, lo muestra bautizado en una iglesia evangélica, con tan mala suerte que el palco se hundió con todos los asistentes.

Bullrich volvió a defender al policía Luis Chocobar, que mató por la espalda a un hombre que huía armado con el cuchillo que había usado para atacar y robar a un turista estadounidense, y dijo que cada argentino era libre de andar armado si lo deseaba, lo cual es tan falso como desatinado. El pronunciamiento más original y sorprendente provino de vicepresidente de la UCR, Federico Storani, quien dijo que en la Argentina “no viene un Bolsonaro porque ya tenemos uno”. Ante el asombro de los asistentes aclaró que “Bolsonaro es fascista pero el programa económico de su ministro de economía no es demasiado diferente de lo que se está aplicando en nuestro país, por ejemplo con algunas empresas de energía”. Esta es una distinción profunda que no debe olvidarse, como bien explica en esta edición Ricardo Aronskind.
Storani se quejó sobre las decisiones del gobierno, ya sean políticas (“seguir planteando la grieta es criminal”; “apostar a la polarización es un gravísimo error”, hay que “unir, tender puentes, no dinamitarlos”) o económicas (FMI, reforma previsional, energía, obra pública). Pese a que la gestión política le parece improvisada y soberbia y la situación social crea condiciones muy difíciles que “por ahora no se notan por el blindaje mediático”, dijo que “no nos da el cuero para romper con Cambiemos”. Propuso construir una alternativa de “cierta independencia”, participar en las PASO y hacer valer “el desarrollo territorial y la fuerza parlamentaria de la UCR”.

El primer viaje

A la toma de distancia del futuro superministro económico de Bolsonaro, Pablo Guedes, sobre la Argentina y el Mercosur, se sumó la ruptura con la tradición de que el primer viaje de un Presidente del Brasil sea a la Argentina. Macri cumplió con esa norma, al viajar a Brasil en cuanto fue electo. Lo que omitió decir es que aquel fue un viaje de negocios, para pedirle a Dilma Rousseff que autorizara al Banco Nacional de Desarrollo a financiar la obra de soterramiento del Ferrocarril Sarmiento, donde las empresas familiares de Macri son socias de Odebrecht. No lo consiguió y Macri firmó un decreto de necesidad y urgencia por el cual el Estado argentino se hizo cargo de la inversión que, según los pliegos de la licitación, debía conseguir el contratista. Es decir, él mismo. Difícil mayor confusión entre público y privado.

La conveniencia de Macri es doble. Si Bolsonaro cortara la declinación económica, favorecería la colocación de productos argentinos, en el año recesivo año electoral de 2019. Si el ex paracaidista mantuviera su retórica homofóbica, racista, antifeminista y de confrontación con los movimientos políticos y sociales que no se alineen con su gobierno, Macri parecería por contraste un tibio socialdemócrata, porque Bolsonaro dice lo que piensa y Macri ha hecho un arte del encubrimiento y la hipocresía. De hecho, en la última movilización convocada por las iglesias cristianas (tanto católica como evangélicas) en contra de la ley de Educación Sexual Integral, una pancarta que se viralizó en internet recurrió a imágenes de Macr
i y de su ministro de ambiente Sergio Bergman para afirmar que, con PRO, la Argentina es “más masónica y sionista que nunca”.

Sin embargo, mientras Bolsonaro anunció que seguirá los pasos de Trump y mudará su embajada de Tel Aviv a Jerusalén, la cancillería argentina dejó saber que no hará lo mismo. En círculos próximos al gobierno también se afirma que el obstáculo de Macr
i para hacerse la señal de la cruz no responde a una dificultad de aprendizaje, sino a la condición de masón, compartida por buena parte de su gabinete. Este elemento también debe tenerse en cuenta a la hora de descifrar el encono vaticano con la administración de Cambiemos.

El fenómeno de los pastores electrónicos merece ser observado con atención. En Brasil poseen la segunda cadena más importante de televisión, han formado una bancada significativa en el Congreso y difundido un documento programático, en el que mezclan neoliberalismo económico con anticomunismo ramplón. En la Argentina hace tiempo se conoce su penetración en las cárceles, con el beneplácito de los servicios penitenciarios porque contribuyen a la gobernabilidad de las unidades. Pero en estos días se han difundido videos inquietantes. Uno afirma que Macr
i es un enviado de dios para combatir a Cristina, que es el demonio y se baña con sangre. Otro, filmado en 2015 en el templo de la iglesia universal del reino de Dios de Corrientes y Acuña de Figueroa, presenta la arenga en portuñol dirigida a una guardia de jóvenes guerreros del altar, que se acercan taloneando en formación castrense con remeras verde oliva. La misma preparación para la guerra santa se realiza en Brasil, Perú y Colombia. El altar está cubierto con la bandera de la Fuerza Joven Universal.

El impacto de la represión

Una de las diferencias fundamentales entre Brasil y la Argentina es el impacto de los crímenes de las respectivas dictaduras militares. En 1980, la Argentina tenía 28 millones de habitantes. La dictadura desapareció o asesinó en siete años a no menos de 15.000 personas, que podrían llegar al doble. El mismo año, Brasil tenía 119 millones de habitantes, entre quienes la Comisión de Muertos y Desaparecidos Políticos estimó que la dictadura provocó en dos décadas 376 víctimas fatales, 136 de ellas desaparecidas. El impacto proporcional fue así entre 170 y 340 veces menor, y diluido en un lapso casi tres veces más extenso. El empeñoso movimiento brasileño por los derechos humanos alega que además hubo 308.000 víctimas de la tortura y miles de campesinos e indígenas masacrados, lo cual redujo el efecto social de sus asesinatos. El grueso de las desapariciones se produjo en Araguaia, plena selva amazónica, entre estudiantes de clase media llegados desde San Pablo y otros lugares del país para instalar un foco guerrillero rural.

Los militares brasileños pusieron a su economía en una senda hacia el desarrollo y una muy gradual inclusión social mientras sus camaradas argentinos destruyeron la avanzada industria preexistente, desgarraron el homogéneo tejido social y terminaron derrotados en una guerra con Gran Bretaña y los Estados Unidos. En Brasil, el vicepresidente electo es un general recién retirado del Ejército, y tal como en Estados Unidos habrá varios más en los equipos de gobierno de Bolsonaro, sobre el que se arrogan derecho de tutela, en el mismo sentido que lo hizo el general argentino Juan Carlos Onganía en su discurso de West Point hace medio siglo. En la Argentina, en cambio, eso es historia vieja. Las Fuerzas Armadas están subordinadas al poder político e incluso tienden a moderar los arranques represivos del gobierno, al que recriminan no haber puesto fin a los juicios ni al deterioro presupuestario, que Macrì y su ministro de Defensa Oscar Aguad sólo curan con palabras comprensivas. Según los datos difundidos el 26 de septiembre por la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad del Ministerio Público Fiscal, como resultado de 209 sentencias pronunciadas desde 2006, hay 862 condenados, 122 absueltos y más de la mitad de los detenidos están en arresto domiciliario (641 sobre 1004). Si este es el stock, también es importante el flujo: sobre un total de 575 causas, 209 han sido sentenciadas (36%), 254 están en instrucción (44%), 94 han sido elevadas a juicio (17%) y 18 se están juzgando en este momento (3%).

Una de ellas está próxima a concluir. El martes 12, Eli Gómez Alcorta y otros abogados leerán el alegato en el que pedirán la condena del general Santiago Omar Riveros y de los ex ejecutivos de Ford Motors, Pedro Müller y Héctor Francisco Sibilla, por el secuestro y torturas a 37 trabajadores en la planta automotriz de Pacheco, la mayoría de ellos delegados gremiales. Aparte de los testimonios de trabajadores y directivos de la empresa, el tribunal pudo interrogar sobre el contexto político y económico al economista e historiador Eduardo Basualdo, a la historiadora del movimiento obrero Victoria Basualdo y al sociólogo Federico Vocos. También quedó incorporado al expediente el informe Responsabilidad empresarial en delitos de lesa humanidad. Represión a trabajadores durante el Terrorismo de Estado, producto de un trabajo interdisciplinario terminado en diciembre de 2015 por dos docenas de investigadores del Ministerio de Justicia, de la Secretaría de Derechos Humanos, de FLACSO y del CELS.
Eduardo Basualdo, ilustración de José Eliezer

Pese a los deseos inocultables del gobierno de Macr
i (que no puso en funcionamiento la comisión bicameral investigadora creada hace tres años por ley), y de la buena disposición de su delegado en la Corte Suprema de Justicia, Carlos Fernando 2 × 1 Rosenkrantz, los juicios continúan e incluso se extienden a los responsables empresariales. Müller y Sibilla tienen 84 y 91 años, pero el valor simbólico de su enjuiciamiento trasciende largamente de sus personas. Esta es una de las explicaciones, no la única, de por qué Bolsonaro surgió en Brasil y no en la Argentina.

Lula recién proyectó crear una comisión de la verdad sobre el final de su segundo mandato, pero bajo presión castrense aceptó ablandar el proyecto y el Supremo Tribunal Federal Brasileño ratificó por 7 a 2 la vigencia de la ley de amnistía. En noviembre de 2010, la Corte Interamericana declaró por unanimidad que la ley de amnistía es incompatible con la Convención Americana, carece de efectos jurídicos y no puede obstaculizar la investigación, ni la identificación y el castigo de los responsables. Esta resolución es gemela de otras adoptadas para casos de la Argentina, Uruguay, Chile, Paraguay y Perú. Pero los militares no permitieron que tuviera consecuencias penales y no hubo militancia suficiente para impedirlo. Dilma pudo sancionar una Ley de Acceso a la Información que redujo el plazo de reserva de documentos que Fernando Henrique Cardoso había llevado a 50 años bajo presión castrense, y dio libre acceso a todos los materiales reunidos en el Archivo Nacional. Al mismo tiempo creó una Comisión de la Verdad, para que investigara todos los crímenes de la dictadura. Pero no más.

Lo que no hizo Dilma

Su campaña electoral en 2015 fue similar a la de Daniel Scioli para el balotaje con Macr
i: una denuncia clara y precisa sobre todo lo que perdería el pueblo de imponerse el candidato de la derecha patronal. Aquellas advertencias que el macrismo y sus turiferarios motejaron como campaña del miedo, se quedaron cortas. La devastación económica y social provocada en tres años, supera todo lo que podía imaginarse en aquel momento. Dilma en cuanto obtuvo su segundo mandato hizo todo lo que había denunciado como parte del proyecto neoliberal de Aecio Neves, el nieto de Tancredo que la enfrentó en las urnas, comenzando por la designación como ministro de finanzas del banquero Joaquim Levy, actual director general y financiero del Grupo Banco Mundial. La Presidente también puso distancia con Lula. Durante una visita a Buenos Aires a fines de 2015, el asesor presidencial de ambos, Marco Aurelio García, comentó en privado que Dilma no le atendía el teléfono a Lula y que, en su opinión, la Presidente no tenía recuperación posible. La economía está mejor que en la Argentina, pero la situación política es irremediable, dijo. Dilma tenía la aprobación de apenas el 9% de los brasileños. La decepción en las bases del PT abrió el espacio para la tarea de demolición de su gobierno, que culminó con su destitución en agosto de 2016 a pesar de que fue la primera gobernante que sancionó leyes contra la corrupción y que ni los acusadores sostuvieron que hubiera cometido algún delito, sólo reasignar partidas del presupuesto, como hacen todos los administradores del mundo. El objetivo no era ella sino Lula, quien fue detenido en abril por el juez Sergio Moro, asistente a los cursos de formación del gobierno de Estados Unidos, a quien Bolsonaro designó ahora como ministro de Justicia. En ediciones anteriores hemos publicado estudios críticos de su sentencia, por los profesores Luigi Ferrajoli y Julio Maier. Igual que en los procesos paralelos argentinos, se violaron derechos y garantías para llegar a una condena, que quitó a Lula de la carrera electoral, sin pruebas corroboradas de que hubiera adquirido o le hubieran regalado un departamento. Esta fue otra precondición para la victoria de Bolsonaro, que no hubiera ocurrido contra Lula.

Cuando recibió la orden de presentarse detenido, Lula evaluó con sus compañeros del sindicato metalúrgico la posibilidad de resistirla. Pero la movilización en torno de la sede histórica no tenía una envergadura disuasiva.

Si eso pasa en la Argentina, dan vuelta Buenos Aires”, comentó el ex Presidente uruguayo José Mujica. Amen.
Antes y después de las leyes y de las decisiones políticas y judiciales, la clave reside en la extensión y la profundidad del reclamo y en la movilización social que lo respalda.

Zonas marrones y gangrena democrática

Este mes se cumplen 25 años de la publicación del trabajo del gran politólogo argentino Guillermo O’Donnell Estado, democratización y ciudadanía, que introduce los conceptos de democracia delegativa, ciudadanía de baja intensidad, regiones neofeudalizadas y zonas marrones.
La democracia delegativa tiende a despolitizar la población – “excepto durante los breves momentos en los cuales demanda su apoyo plebiscitario”. La ciudadanía de baja intensidad se caracteriza por la escasa vigencia de la legalidad estatal. Se respetan los derechos democráticos, pero se viola en forma sistemática el componente liberal de la democracia. Esto se corresponde con “varias formas de discriminación y de pobreza extendida, así como su contraparte, la disparidad extrema en la distribución de los recursos, no sólo económicos”.

Las zonas marrones son aquellas donde falta la dimensión pública, legítima, del poder. En los países con extensas áreas marrones las democracias se basan en un Estado esquizofrénico, que “combina en forma compleja características democráticas y autoritarias”.
En la Argentina la extensión del marrón sería menor que en Brasil, “pero si tuviéramos una serie cronológica de mapas veríamos que esas secciones marrones han crecido en los últimos tiempos”.

En octubre de 2000, durante un reportaje que le hice, O’Donnell concluyó que “las democracias no sólo sufren muertes rápidas, como un terremoto. También pueden sufrir, y más insidiosamente, una muerte lenta, como una casa carcomida por las termitas. Nuestra clase política se está portando como un caso de manual para la muerte lenta. Esto es particularmente grave, ya que han quedado en pie tantos y tan poderosos reductos autoritarios. Advierto una suerte de conformismo, tanto en quienes están satisfechos con esta democracia truncada como en sus críticos, como si dieran por sentado que al menos seguiremos teniendo esta pobre democracia. Esta es una estupidez digna de María Antonieta, e ignora que no hay punto de equilibrio para esto que tenemos”.

Faltaba poco más de un año para la gran crisis.
Luego de un paréntesis de doce años en el que se reconstruyó la casa, vuelve a oírse el ruido de las termitas.
Viene de Brasil, pero se acerca.

viernes, 2 de noviembre de 2018

LA TIERRA DE NADIE, de Arturo Pérez Reverte - 22/10/18

Ocurrió en 1938, en plena Guerra civil.
El abuelete que me contó la historia murió hace once años. Digamos, por decir algo, que se llamaba Juan Arascués.
Era bueno contando: breve, conciso, seco, sin adornos.
Un hombre honrado con poca imaginación, pero que sabía mirar. Y recordar.
Era uno de esos aragoneses pequeños y duros, de montaña y pueblo. Era de Sabiñánigo, o de un pueblo de allí cerca, donde el viento y el frío cortaban el resuello.
Había trabajado desde los doce años en el campo, con sus hermanos, más tarde en una fábrica de Barcelona, y luego había vuelto al campo.
Cuando estrechaba tu mano, te raspaba. Tenía las palmas tan encallecidas que podía tener en ellas, decía riéndose, un trozo de carbón encendido sin que le doliera.

Yo preparaba una novela que luego no escribí, y charlé con él varias veces. Y un día, al hilo de no sé qué, salió el asunto: la Guerra Civil.
La había hecho muy joven, con los nacionales; porque, dijo, fueron los primeros que llegaron a su pueblo.
«Si no hubieran sido ésos - contaba -, habrían sido los otros, como le pasó a mi hermano mayor».
El hermano, en efecto, estaba en Barbastro, o en Monzón, un sitio de por allí, y fue reclutado por los republicanos sin que se volviera a saber de él.
A Juan le dieron un máuser y una manta y lo mandaron al frente. Primero combatió a lo largo de la línea de ferrocarril de Belchite y luego en un sitio llamado Leciñena, del que se acordaba muy bien porque su compañía perdió mucha gente y él se llevó un rebote de bala en un muslo que se le infectó y lo tuvo tres semanas viviendo como un cura - fueron sus palabras exactas - en la retaguardia.
Acabó en las trincheras de Huesca, donde apenas llegado cumplió diecinueve años.
El frente se había estabilizado por esa parte, la ciudad se mantenía en manos de los nacionales, y los fuertes ataques republicanos para intentar aislarla, muy duros al principio, fueron reduciéndose en intensidad.
Juan recordaba un ataque de las brigadas internacionales; un duro combate tras el que se fusiló a varios prisioneros rojos «porque eran extranjeros y nadie les había dado vela en nuestro entierro».
Después de eso, su sector se mantuvo estable hasta casi el final de la guerra. Era una guerra de posiciones, de trincheras, con el enemigo tan cerca que los contendientes podían hablarse.
En los ratos de calma, que no eran pocos, se gritaban insultos, se leían los periódicos de uno y otro lado, y a veces, con altavoces, ponían música, cantaban jotas, coplas y cosas así. También intercambiaban noticias de sus respectivos pueblos, pues a cada lado había soldados que eran paisanos y hasta vecinos.
Más de una vez, contaba Juan, dejaron, en un sitio determinado de la tierra de nadie, tabaco, librillos de papel de fumar y latas de conservas que se pasaban entre ellos.

Una mañana, apoyado en los sacos terreros con la culata del fusil en la cara, Juan oyó preguntar desde el otro lado si había allí alguien de su pueblo. Gritó que sí y preguntaron el nombre. Lo dijo, hubo un silencio y al cabo una voz emocionada respondió: 
«Juanito, soy Pepe, tu hermano».
Entre lágrimas, y también entre el silencio respetuoso de los compañeros, los dos cambiaron noticias de ellos y de la familia. Los soldados lo miraban incómodos, contaba. Como avergonzados de estar allí con fusiles.
Al día siguiente, tras pensarlo toda la noche, Juan fue en compañía de un sargento a ver a su capitán y le pidió permiso para ver al hermano. Excepto algún paqueo de rutina, el frente estaba tranquilo.
Ya se habían encontrado otras veces rojos y nacionales en la tierra de nadie. Sólo pedía diez minutos. 
«Júrame que no vas a pasarte», le dijo el jefe.
Y Juan sacó la crucecita de plata que llevaba en el pecho y la besó.
«Se lo juro por esto, mi capitán».

Se vieron dos días más tarde, tras ponerse de acuerdo de trinchera a trinchera. Juan salió de la suya con los brazos en alto. Nadie disparó. Anduvo unos treinta metros y, junto al muro derruido de una casa, llorando a lágrima viva, se abrazó con su hermano.
Hablaron durante diez minutos, fumaron juntos y volvieron a llorar al despedirse. Tardarían siete años en volver a verse. Y cuando Juan regresó a su trinchera, los compañeros sonreían y le daban palmaditas en la espalda.
Aquel día, nadie disparó ni un solo tiro.
«Era buena gente», me contaba Juan, entornados por el humo de un cigarrillo los ojos que se humedecían al recordar. 
«Los de uno y otro lado, hablo en serio. Estaban allí con sus fusiles en una y otra trinchera, brutos como ellos solos, sucios, egoístas, crueles como te hace la guerra… Pero de verdad eran buenos hombres».

UNA CONVERSACIÓN, de Arturo Pérez Reverte - 15/10/18

Desde la ventana, más allá de palmeras y buganvillas, podía verse la bahía des Anges y la ciudad de Niza. Esos días me daban un premio imposible de rechazar, pues lo habían tenido Lawrence Durrell, Oriana Fallaci y Patrick Leigh Fermor. Así que me sentía satisfecho de estar allí, con algunos amigos que venían desde París.
Los organizadores me alojaban en una hermosa residencia en la carretera de Villefranche.
Esa noche había cena medio formal, y tras una mañana de entrevistas y conversaciones me había tumbado a dormir un rato. Ahora estaba despierto, y tras una ducha me puse una camisa blanca sin corbata, un traje gris oscuro y unos zapatos negros. Pasarían a buscarme en una hora, y anochecía.
Decidí bajar a esperar en la terraza, que era muy agradable. Y al llegar al pie de las escaleras, la vi otra vez a ella.

Era la sexagenaria - casi septuagenaria, creo - más guapa que he visto en mi vida.
Imaginen a Romy Schneider más alta y elegante, habiendo sobrevivido razonablemente a los estragos de la vida.
Tenía unos ojos claros que las minúsculas arrugas en torno embellecían, y llevaba el cabello recogido tras la nuca, descubriendo el cuello con un sencillo collar de perlas.
Vestía de negro, bolero y pantalones holgados sobre zapatos de tacón alto. Era la encargada de gestionar la residencia, una especie de directora. La casa había pertenecido a su marido y ahora era de no sé qué entidad.
Viuda desde hacía años, la habían puesto al frente. Se encargaba de que todo estuviera en orden y de recibir a los visitantes.

El día anterior me había recibido a mí. Era el único huésped.
Cuando llegué esperaba en la puerta, correcta y educadísima, y me había enseñado la residencia antes de ir a la escalera que conducía a mi habitación.
Para los que fuimos criados en otro tiempo, hay dos maneras deliberadas de subir escaleras estrechas con una mujer.
En Francia el hombre suele ir delante, por no tener a la vista lo que podría ser incorrecto tener.
En España el hombre suele ir detrás, por si la señora tropieza en los peldaños.
Por eso al llegar a la escalera me detuve instintivamente, y ella lo hizo también. Nos miramos indecisos; y entonces, con una sonrisa que habría fundido el hielo de todas las cocteleras de la Costa Azul, con toda la coquetería depurada en una larga vida de elegancia y belleza, subió delante de mí, permitiéndome admirar un espectáculo que, pese a su edad, seguía siendo fascinante.

Cuando bajé era de noche y ella estaba al pie de la escalera, puntillosa y cortés. Dije que esperaría el automóvil en la terraza, y se ofreció a hacerme compañía mientras tanto.
Vagamente incómodo le rogué que no se molestara por mí, que esperaría solo; pero se empeñó en sentarse a mi lado.
Me intimidaba un poco, tan mayor y tan bella. Tan atractiva. Habló de la residencia, de su difunto marido, de su infancia cerca de allí, de Somerset Maugham, al que había conocido siendo jovencita.
Tenía una voz educada y dulce, muy francesa, y eso daba un encanto especial a la penumbra de la terraza, con los grillos cantando en el jardín.
Me ofreció un cigarrillo y fue la única vez que estuve a punto de fumar en veinte años.
Poco a poco fuimos hablando de cosas más personales y complejas. Dejé de estar intimidado.

En un momento determinado, al hilo de un comentario suyo, formulé la pregunta: 
«¿Qué pasa con la belleza?», quise saber.
No me refería en concreto a su belleza, que seguía siendo extrema, sino a la belleza en general.
Al patrimonio exclusivo de cierta edad ya remota, que seguía administrando con sabio esmero.
Dije sólo eso, porque realmente me interesaba la respuesta y porque un novelista es un cazador de respuestas, y ella se quedó callada un instante y la brasa de su cigarrillo brilló dos veces antes de que respondiera.
«Sólo hay una forma de soportar la demolición - dijo al fin -. Recordar lo que has sido y guardar las formas de acuerdo con tu memoria y con tu edad. No declararte nunca vencida ante el espejo, sino sonreírle, siempre desdeñosa. Siempre superior.»
Lo dijo y se quedó callada escuchando los sonidos de la noche.
«Supongo - comenté al cabo de un momento - que para eso son necesarios valor, inteligencia y mucho aplomo». Ella siguió fumando en silencio.
Mirábamos la luna sobre el mar, los reflejos de luces de Niza en la bahía.
Y entonces, un poco después, como si hubiera recordado de pronto mi pregunta olvidada, dijo:
«Se trata de no dejarse ir. De convertir las maneras en una regla moral».
Y encendió otro cigarrillo, iluminada por los faros del automóvil que venía a buscarme haciendo crujir la gravilla frente a la terraza.

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