jueves, 31 de agosto de 2023

BOMBACHAS, de Dahiana Belfiori


Aprendí de chica a lavar
la bombacha en la ducha.
Mi vieja lo hacía siempre.

El calzón a veces aparecía
abandonado sobre el grifo derecho,
otras sobre el pico
que llenaba la bañera.

Mientras cantaba abría la canilla,
dejaba correr el agua caliente,
metía una mano para comprobar
la temperatura, regulaba con la fría.

En la punta de los dedos
tenía un termostato infalible,
de una precisión casi matemática.

En ese momento empezaba
a tararear aumentando
la intensidad mientras se acercaba
al punto más sensible del lavado:

Fregar su calzón.

En ese instante la voz
se articulaba en palabras
y yo podía oírla desde la cocina,
o desde el patio al que daba
la ventanita inalcanzable

y rectangular del baño,
o en las noches desde mi cuarto,
entonando un tango
con su voz ronca de puchos
y de trasnoches de reuniones.

Yo me daba cuenta,
sobre todo en esas vigilias,
por el tono en el que el tango
se deslizaba por la casa,
cómo habían sido las reuniones.

"Nada", era su favorito.

Ponía un énfasis especial
en "telarañas", acentuando la "te"
como si se estuviera
desgarrando por dentro.

Si volvía triste o enojada,
la sensación la perseguía
durante días y las canciones
dejaban de ser audibles.

A mí me gustaba escucharla.

Hasta los siete años,
cada vez que entraba a bañarme,
encontraba su tanga colgada
en el pico a la altura de mi pecho.

Como a mi madre la veía poco,
la bombacha me la traía en sus aromas.

Yo la tomaba entre mis manos
y la corría para no mojarla
y luego la reemplazaba con la mía.

Ella tenía una preferida,
que cuidaba más que a otras.
Era de muchos colores, con una florcita
bordada en la parte de adelante.

A ésa la lavaba con un jabón especial
y la colgaba fuera de la ducha,
la llevaba al patio y al sol.

No sé qué tenía
esa bombacha, pero era la única
a la que le dedicaba esos cuidados.

Creo que debe haber sido
un regalo de mi padre.
O de un amante.
No sé.

En la primavera de mis siete años dejé
de escuchar a mi mamá para siempre.

Esta mañana me levanté distinta.
Quise conocer el reverso
de las plantas que crecían
sin medida en el jardín de aquella casa.

Volver se tornó un imperativo,
como si el regreso pudiera traerme algo
de los días pasados en el patio arañando
los cascotes de tierra del cantero
o sacudiéndome el dolor del pinchazo
de los rosales en los dedos.

De niña observaba con paciencia
el recorrido de baba
que hacían los caracoles
sobre el sendero pegado al tapial
consentido de santa ritas.

Las buganvillas me gustaban,
pero las abejas
no me hacían fácil la entrada
a su universo color guinda.

Y los caracoles eran
demasiado lentos,
en comparación con las abejas.

Aprendí que podían
demorar muchos baños
de mi madre cruzar
el patio hasta la huerta.

Siete años no son nada.
Y son todo.
Como en el tango,
nada queda de mi casa natal.

Nada que me la recuerde.
Ni el rosal, ni las santa ritas.
Ni telarañas en un yuyal.

Ahora hay un edificio pulcro
del que salen y entran hormigas pulcras.
Vuelvo a mi casa.

La memoria es una aparecida
entre el café y la mermelada.
Duele el eco de una tostada
mordida y olvidada sobre el mantel.

Es la mañana y hay velas encendidas.
Y un par de miradas dispuestas a no olvidar.
Hay una bombacha colgada en la ducha.
En ese gesto sigo encontrándome con mi madre.

Mientras, la espero como cada noche
desde aquella en que dejó de cantar para mí.

Foto: *Sonrisa morocha..."

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