jueves, 13 de diciembre de 2012

AQUÉLLA HISPANIA CAÑÍ, de Arturo Pérez Reverte - 3/12/12

Imposible no sonreír, al principio, y que luego se te vaya helando la sonrisa.
Estás una tarde de lluvia dándole un repaso a la Historia Romana de Apiano; y cuando te metes en el libro Sobre Iberia, empiezas, como digo, sonriendo al leer aquello de «a la que algunos llaman ahora Hispania en vez de Iberia», y piensas que no iría mal a ciertos oportunistas y analfabetos, los que sostienen que la palabra España es concepto discutido y discutible, leer al amigo Apiano y enterarse de que los romanos ya nos llamaban así en el siglo II, cuando los emperadores Trajano y Adriano; que, para más recochineo, nacieron en esa Hispania que ahora dicen que nunca existió.
Y si algo queda claro leyendo a Apiano o a cualquiera de sus colegas, es que España ya era entonces cualquier cosa menos discutible.
No sólo por razones geográficas y administrativas, sino por la peña que la poblaba: nuestros paisanos de entonces, que tanto recuerdan a los de ahora.
Sus maneras familiares e inequívocas, a poco que te fijes.
Si algo hemos sido aquí toda la vida es indiscutidos de pata negra.
Indiscutibles hasta el disparate.
Y es que lees y te tronchas. Con risa más bien desesperada, claro. Horrorizándote al mismo tiempo.
Sobre Iberia abunda en ejemplos.
Ese romano que llega muy sobrado con la toga, las legiones y los planos del acueducto bajo el brazo y pregunta: oigan, ¿con quién hay que hablar aquí?
Pero no se aclara mucho, así que pacta con la tribu de los moragos -vamos a inventar nombres-, que son los primeros que se topa.
Pero resulta que los moragos son vecinos de los berrendos, que odian a los moragos porque les pisan los sembrados y sus mujeres son más guapas. Así que los berrendos se niegan a pactar con Roma, más que nada por joder a los moragos.
Mientras tanto, los castucios, cuyas minas de plata son codiciadas por todos, se llevan mal con los berrendos y los moragos. Y en vez de unirse los tres y darle de hostias al cónsul Flavio Vitorio y a sus legionarios, cada uno va a su aire, con lo que al final allí no manda nadie y todo es un carajal.
Así que el tal Vitorio se cabrea; y como no hay modo de ponerlos de acuerdo, pasa a cuchillo a los castucios y a los berrendos, de momento, y vende a sus mujeres y niños como esclavos, para gran gozo de los moragos; que a su vez, secretamente, negocian con los cartagineses por si acaso.
Pero resulta que de la anterior matanza escaparon unos cuantos, que se echan al monte mandados por un jefe llamado Turulato. Y el tal Turulato se dedica a sabotear acueductos y cosas así, de manera que destituyen en Roma a Flavio Vitorio y mandan al nuevo cónsul Marco Luchino, que pacta con Turulato. Entonces los moragos, mosqueados por el éxito de Turulato, se sublevan contra Roma y resisten en la ciudad de Cojoncia, donde antes que rendirse se suicidan todos heroicamente.
El compadre Luchino se las promete felices y sigue con el acueducto, pero hete aquí que otro pueblo de allende el Betis, los lepencios, se subleva porque ese año no llueve y culpa de eso a Roma.
El cónsul Luchino, que va conociendo el percal, convoca a los lepencios para negociar, prometiéndoles todo, y cuando están juntos los degüella a mansalva y vende como esclavos, etcétera.
A ver si acabamos el acueducto de una puta vez, dice.
Pero de la matanza escapan varios lepencios con sus familias, así que vuelta a empezar.
Y cuando a éstos rebeldes los acorralan en la ciudad de Ayamontesia y se suicidan todos y parece que al fin la cosa funciona, Turulato, que se aburre de pactar y quiere un estatuto asimétrico para Lusitania, se subleva otra vez.
Y al agotado Luchino le da un ataque de nervios horroroso y lo sustituye el cónsul Voreno Claro, que soborna a los fieles capitanes de Turulato; y éstos le dan a su jefe setenta y ocho puñaladas mientras asiste a una corrida de toros en Rondis. Después, el cónsul Claro, que cada vez lo tiene más claro, convoca a los fieles capitanes que se cargaron a Turulato, los pasa a cuchillo y a sus familias las vende, etcétera.
Pero en ésas se le sublevan los quelonios, tribu de aquende el Miño.
Así que el cónsul los extermina, se suicidan, los vende y tal.
Y justo cuando acaba, se amotinan los malagones, en la otra punta de Hispania.
Y al cónsul Claro lo sustituyen por el cónsul Cayo Siniestro.
Y entonces…
¿Discutida y discutible? Venga ya.
España es tan añeja y auténtica como esta cita de Sobre Iberia referida a un rebelde hispano vencido por Pompeyo y enviado a Roma como esclavo con su gente: «La arrogancia de estos bandidos era tan grande, que ninguno soportó la esclavitud, sino que unos se dieron muerte a sí mismos, otros mataron a sus compradores y otros perforaron las naves durante la travesía».
Y es que llevamos dos mil años siendo los mismos. O casi.
Con el acueducto sin terminar…

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