viernes, 24 de mayo de 2013

UNA HISTORIA DE ESPAÑA I, de Arturo Pérez Reverte - 6/5/13

Erase una vez una piel de toro con forma de España -llamada Ishapan: tierra de buenos conejos :-), les juro que la palabra significaba eso-, habitada por un centenar de tribus, cada una de las cuales tenía su lengua, e iba a su rollo.
Es más: procuraban destriparse a la menor ocasión, y sólo se unían entre sí para reventar al vecino que (a) era más débil, (b) destacaba por tener las mejores cosechas o ganados, o (c) tenía las mujeres más guapas, los hombres más apuestos y las chozas más lujosas.
Fueras cántabro, astur, bastetano, mastieno, ilergete o lo que se terciara, que te fueran bien las cosas era suficiente para que se juntaran unas cuantas tribus y te pasaran por la piedra, o por el bronce, o por el hierro, según la época prehistórica que tocara.
Envidia y mala leche al cincuenta por ciento (véanse carbono 14 y pruebas genéticas de ADN).
El caso es que así, en plan general, toda esa pandilla de hijos de puta, tan prolífica a largo plazo, podía clasificarse en dos grandes grupos étnicos: iberos y celtas.
Los primeros eran bajitos, morenos, y tenían más suerte con el sol, las minas, la agricultura, las playas, el turismo fenicio y griego, y otros factores económicos interesantes (véanse folletos de viajes de la época).
Los celtas, por su parte, eran rubios, ligeramente más bestias y a menudo más pobres, cosa que resolvían haciendo incursiones en las tierras del sur, más que nada para estrechar lazos con las íberas; que aunque menos exuberantes que las rubias de arriba, tenían su puntito meridional y su morbo cañí (véase Dama de Elche).
Los íberos, claro, solían tomarlo a mal, y a menudo devolvían la visita.
Así que cuando no estaban descuartizándose en su propia casa, íberos y celtas se la liaban parda unos a otros, sin complejos ni complejas.
Facilitaba mucho el método una espada genuinamente aborigen llamada falcata: prodigio de herramienta forjada en hierro (véase Diodoro de Sicilia, que la califica de magnífica), que cortaba como hoja de afeitar y que, cual era de esperar en manos adecuadas, deparó a íberos, celtas y resto de la peña, apasionantes terapias de grupo y bonitos experimentos colectivos de cirugía en vivo y en directo.
Ayudaba mucho que, como entonces la península estaba tan llena de bosques que una ardilla podía recorrerla saltando de árbol en árbol, todas aquellas ruidosas incursiones, destripamientos con falcata y demás actos sociales podían hacerse a la sombra, y eso facilitaba las cosas.
Y las ganas.
Animaba mucho, vamos.
De cualquier modo, hay que reconocer que en el arte de picar carne propia o ajena, tanto íberos como celtas, y luego esos celtíberos resultado de tantas incursiones románticas piel de toro arriba o piel de toro abajo, eran auténticos virtuosos.
Feroces y valientes hasta el disparate (véanse el No-do de entonces y los telediarios de Teleturdetania), la vida propia o ajena les importaba literalmente un carajo; morían matando cuando los derrotaban y cantando cuando los crucificaban, se suicidaban en masa cuando palmaba el jefe de la tribu o perdía su equipo de fútbol, y las señoras eran de armas tomar.
O sea. Si eras enemigo y caías vivo en sus manos, más te valía no caer.
Y si además aquellas angelicales criaturas de ambos sexos acababan de trasegar unas litronas de caelia - cerveza de la época, como la San Miguel o la Cruzcampo, pero en basto -, ya ni te cuento.
Imaginen los botellones que liaban mis primos.
Y primas.
Que en lo religioso, por cierto, a falta todavía de monseñores que pastoreasen sus almas prohibiéndoles la coyunda, el preservativo y el aborto, y a falta también del bañador de Falete y de Sálvame para babear en grupo, rendían culto a los ríos -de ahí procede el refrán celtíbero de perdidos, al río-, las montañas, los bosques, la luna y otros etcéteras.
Y éste era, siglo arriba o siglo abajo, el panorama de la tierra de conejos cuando, sobre unos 800 años antes de que el Espíritu Santo en forma de paloma visitara a la Virgen María, unos marinos y mercaderes con cara de pirata llamados fenicios, llegaron por el Mediterráneo trayendo dos cosas que en España tendrían desigual prestigio y fortuna: el dinero -la que más- y el alfabeto - la que menos -.
También fueron los fenicios quienes inventaron la burbuja inmobiliaria adquiriendo propiedades en la costa, adelantándose a los jubilados anglosajones y a los simpáticos mafiosos rusos que bailan los pajaritos en Benidorm.
Pero de los fenicios, de los griegos y de otra gente parecida, hablaremos en un próximo capítulo.
O no.

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