viernes, 26 de julio de 2019

"CHAU", DIEGO, de Osvaldo Soriano - 9/7/94

Muchos argentinos sienten que con el fusilamiento de Diego Maradona ha terminado el Mundial, que lo que sigue es una comedia sin héroes muy digna de estos tiempos.
Dice Gilles Lipovetsky en La era del vacío, que "de la lucha de clases hemos pasado a la guerra de todos contra todos". Y ese proceso de personalización y narcisismo, "no elimina los código sino que los descongela, a la vez que impone nuevas re glas adaptadas al imperativo de producir precisamente una persona pacificada"
Y si no, te pacifican a palos, como a Diego.

Pero bueno, estoy hablando de fútbol, es decir, de artistas, gánsteres y vampiros.
Los artistas están en el terreno, los otros en las oficinas de la FIFA.
Después de saciar su apetito, los vampiros son amables y generosos pero si los dejas con apetito de venganza, Dios te proteja.
Tal vez a los vampiros haya que contarles fábulas para conmoverlos. No cualquier fábula, claro; quieren historias de sangre. Trágicos arrumacos medievales en los que el narrador evoca amores perdidos, odios duraderos, muertes tempranas.

Por ejemplo, el romancero de un Zorzal al que cortaron las alas mientras volaba con los ángeles.
Los argentinos podríamos decir que se llamaba Carlitos Gardel y que todavía lo idolatramos aunque alguna vez haya sido ladrón, burrero y fumador.

Un día, a punto de llegar a la cima, lejos de la patria, tuvo un accidente argentino. Uno de esos inexplicables golpes de infortunio que nos impiden ser eso para lo que Dios nos ha creado.

Otro romance de amor, de ambición y de muerte es el que cuenta la historia del hada buena y sus grasitas desamparados.
Evita había pasado por la puerta cuartel y se enamoró de un coronel. Era muy joven y soñaba con hacer felices a los trabajadores. Estaba a punto de conseguirlo pese al odio de muchos oligarcas, pero el destino no se lo permitió.
Le cortaron el aliento y también a ella, costurera y princesa, la lloramos con versos de amor.

Pero no termina ahí el tango.
El coronel Perón se hizo general, se desvivió por sus descamisados, quiso ser Robin Hood y terminó en medio de la tempestad, llevándose en los oídos la música de nuestro cansado corazón.
Al poco tiempo alguien fue al cementerio con un hacha y le cortó las manos.

Esos romances cantados por dulces trovadores suelen conmover a los vampiros. Hay que contarles, sobre todo, las escenas truculentas.
Si estas leyendas no bastan para seducirlos, hay que recurrir a nuestra historia más triste, la del chico que jugaba a la pelota como nadie lo hizo nunca.
Se llama Diego y si lo llaman él mismo puede contar la parábola del insensato muchacho que quiso comerse al mundo y sus reglas.

Hizo todo al revés: no buscó una princesa para casarse, no se inclinó ante los poderosos, no fundó un banco, con el dinero que ganó se puso al lado de Fidel mientras la mayoría lo abandonaba.
Se dejó romper una pierna en Barcelona.
Jugó para una ciudad pobre y olvidada de Italia y disgustó a las buenas conciencias del mundo posindustrial.
Claro que ganó plata, sin duda mucha, pero no cuidó las formas como Pelé.
Se metió en líos tantas veces que al final, en el ocaso de un largo partido, aquellos a los que había ofendido decidieron apartarlo del terreno.

Hasta que le llegó, inexorable, su final argentino. Le cortaron las piernas. 
La imagen es suya, pero los vampiros son insensibles a estas historias que sólo son ciertas si hay alguien dispuesto a creerlas.

La que dejó Diego es una leyenda que va a durar por los siglos de los siglos, más allá del fútbol.
No porque sea edificante, sino porque nos pinta a los argentinos tal como queremos verlos: hermosos, abatidos por una incomprensible injusticia.

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