martes, 10 de noviembre de 2020

TEXTO DE LUIS PESCETTI

Hace unas dos horas que me parece que entrará mi padre
por la puerta del taller,
a buscar algo en la casa o a lavarse las manos en el patio.

Primero fue una sensación vaga; luego, definida.
Tiene la presencia de un sonido cuando termina, casi lo veo.
Siento aquella puerta, oigo cómo trabaja en el taller,
del otro lado; pero estoy en mi casa de hoy.

¿El hijo que fui oye esos ruidos,
confundido y atento a señales que se me escapan?

Es tan común decir que los adultos
estamos más adormecidos que los niños, sin embargo
ahí está.
Creo descifrar lo que me dice: que no he crecido.

Agregué capas y capas de experiencias.
Sufrí unos golpes tan brutales: juré no ser ingenuo.
Me cubrí con telas, finas y telones.
No sale un rayo de mi luz,
ni deseo de jugar, ni de sentirme bienvenido.

Pero eso es tan poderoso, que lo heredé,
asoma en mis hijos el estallido feliz, desprevenido.
¿Debería protegerlos de mí mismo?
Y, en ese caso, ¿qué consejo darles?
No sean así, serán heridos.

O lo que cantan estos ruidos del taller
y el patio, y las plantas y el aljibe,
y él mismo, que nunca tuvo las palabras
pero no dejaba de decirme:
no se traicionen, sean siempre así, hijos míos.

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