viernes, 5 de mayo de 2017

ELENITA, de Raúl Tellechea - 5/5/17

La viste a Elenita…?, me dijo un día un compañero de trabajo.
A quién..?, contesté, sorprendido
A Elenita..! Elena Highton, la de la Corte Suprema..! me respondió.

Y allí la vi venir, caminando muy trabajosamente, por la calle central del club en el que yo trabajaba diariamente.
Su cuerpo deformado por una enfermedad osteoarticular, le resultaba una carga muy pesada para trasladarse de manera independiente. Se ayudaba con un bastón para afirmarse en cada paso.
La acompañaba su marido, el señor Nolasco.

Recuerdo que no me surgió un sentimiento de lástima, sino, muy por el contrario y como me pasa siempre, uno mayor de reconocimiento a una voluntad superior a ese sufrimiento.
Para seguir peleándole a la vida, muy a pesar de tener semejante complicación en el destino personal.

Me dije que tenía ante mí un buen ejemplo de una cabeza dispuesta a mejorar, a aprender, a progresar en sus saberes, en su conocimiento de la pasión por la profesión que eligió.
Y en su voluntad para enseñar a otros ese saber, ese conocimiento adquirido.

Me presenté ante ella y su marido, y me puse a su disposición para lo que necesitara, como correspondía al cargo que yo desempeñaba entonces.
Me contestaron amablemente, y se fueron a tomar sol en el parque del club.

Hace poco tiempo, casi un mes, mi mujer y su amiga Lilia, se juntaron para ir a ver a unos arqueólogos que trabajaban en un laboratorio, ubicado en la zona sur de nuestra ciudad.
Ellas dos, y Lidia, otra compañera del profesorado, fueron secuestradas por la dictadura más asesina que padecimos en nuestro país, en la caza de brujas posterior al asesinato del general Cardozo, quien era entonces jefe de la Policía Federal.
Quienes recuerdan el caso, saben que el atentado fue obra de una organización armada, a manos de una compañera de ellas tres llamada Ana María González.

Mi mujer estuvo secuestrada dos días. Las otras dos sólo uno.
Mi mujer nunca pudo ir a declarar en ninguno de los juicios que se abrieron desde la vuelta de la democracia, empezando por la CONADEP y hasta el día de hoy.
Mi mujer nunca pudo superar el miedo. Jamás.

Aunque hayan pasado ya 40 años nunca pudo superar el terror que aprendió en esos días de adolescencia.
Ni ella ni sus amigas. Ni sus familias, claro.

Los arqueólogos que visitaron trabajan en la reconstrucción de lo que fueran el campo de concentración conocido como Club Atlético, edificio que fuera arrasado por el paso de la autopista cuando atraviesa la avenida Paseo Colón.

Allí debajo, tapados por el terraplén, se está llevando a cabo varios trabajos, por parte de esos profesionales que recogen todo tipo de materiales, objetos, restos, indicios del funcionamiento de ese sitio oscuro y denigrante que perteneciera a la Policía Federal.
En ese lugar en que hace unos años descubrimos que estuvieron secuestradas, mi mujer y sus amigas.

A ese lugar volvieron, hace casi un mes, mi mujer y su amiga de toda la vida, Lilia.
Les mostraron tazas, cucharitas, restos de revoques, fotos, una pelotita de ping pong y muchas otras cosas que se encontraron en las excavaciones.
También fueron al lugar exacto de esas excavaciones. 

Al sitio preciso del horror.
Volvió a casa destrozada, y por varios días pude ver su padecimiento por el momento vivido en ese laboratorio.
Los arqueólogos les pidieron que fueran a declarar en el expediente abierto por la investigación de ese sitio. En medio del dolor, y del miedo permanente que convive con ellas, respondieron que más adelante posiblemente lo hicieran.
Pensaba yo que ir a declarar les iba a hacer bien, que las iba a aliviar con la carga del recuerdo, que podrían, quizás, a traer alivio a alguna familia que perdió allí algún ser querido del que no volvieron a tener noticias.

La verdad es que ellas dos no se animaron jamás a ir a hacerlo, porque las persigue ese miedo permanente, como cada día. El miedo profundo a que las cosas cambien otra vez, como pasa siempre en nuestro país.
A que un día vuelvan los asesinos de ayer y sus cómplices.
Esos cómplices que nunca reconocerán el genocidio ni los crímenes de lesa humanidad.
Los que se sienten tratados como presos políticos.
Los que creen que nos salvaron del comunismo.
Los que fueron ejecutores del “disciplinamiento” de la sociedad a que hacía mención el genocida Videla en su confesión a un periodista.
Ése es el miedo.

Ni mi mujer ni sus amigas, incluso algunas más a las que entonces fueron a buscar a sus casas esas mismas noches pero sus padres las habían sacado del país, por el terror en que se vivía, tuvieron actividad política ni militancia alguna. Jamás.
Siempre fueron maestras.
Algunas ejercieron otras profesiones.
Ninguna recibió su diploma de maestra. JAMÁS.
Aunque pudieron trabajar en la profesión, no tienen su diploma, como corresponde.
La constante en ellas siempre fue el miedo. Secreto, persistente.

De los dos jueces puestos en la corte por el presidente, podíamos esperarlo. Pero hoy vemos la voltereta ideológica de Elena Highton en su fallo, que permite tratar a los genocidas presos por delitos de lesa humanidad como asesinos comunes, dándoles la chance de salir en libertad en cualquier momento.
Hace 8 o 9 años fallaba lo opuesto en otra causa.

Hoy vuelvo a ver su cuerpo torturado por el avance de su enfermedad, un poco más cada día.

Cuerpo torturado…

Pienso en los cuerpos torturados de los que pasaron por el campo de concentración Club Atlético, que, está claro, no era un club como el que Elena Highton disfruta hoy para tomar solcito en el parque mientras lee el diario La Nación.
Allí esos cuerpos eran torturados de infinitas maneras antes de fusilarlos, de tirarlos al río desde aviones, de enterrarlos en fosas comunes, de atarlos vivos y volarlos con explosivos.
Muchos de esos cuerpos ni siquiera fueron encontrados, después de haber sido torturados por la enfermedad de ésta, nuestra sociedad.
Muchos familiares de esos cuerpos destrozados ni siquiera pudieron encontrarlos para llevarles una flor a su sepultura.
No tengo dudas que nuestra sociedad tiene un grave problema con la educación de sus hijos.
De lo que también estoy cada día más convencido, y esta voltereta me lo confirma descarnadamente, es que lo más grave que padecemos es eso que ya no entiendo muy bien porqué llamamos Justicia.

Lo único que me sale en estos momentos que vivimos, es decirle a Elena Highton, a Elenita, como le dicen en el club, Gracias.
Gracias por devolvernos y profundizar la sensación de miedo que siempre, siempre nos acompañará hasta el final.
Gracias por convencerme de dejar de insistirle a mi mujer, como hice a lo largo de estos 40 años, para que siga adelante con la denuncia, para que vaya a declarar. Para que pueda ayudar a otros y ayudarse a ella misma.
Gracias por permitir que cualquiera de estos días, mi mujer o cualquiera de nosotros, se pueda cruzar por la calle con el Turco Julián o alguno de sus secuaces, si aún están con vida.

Su cuerpo cada día empeorará un poco más.
En cambio la conciencia de Elenita seguramente, seguirá en paz.

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