jueves, 4 de mayo de 2017

NO SÉ CÓMO SE HABRÁ LAMADO... - 4..5.17

No sé cómo se habrá llamado, pero tenía cara de Raúl, así, con las cejas pobladas llenas de canas plateadas y los ojos oscuros, un poco opacos, como esos muebles tristes donde las abuelas esconden la vajilla.
Raúl subió al colectivo revolviéndose los bolsillos de la campera vieja. Cuando suspiró, los vidrios cerrados se llenaron de cal y lágrimas, pero nadie se dio cuenta. Sacó la tarjeta, pagó el pasaje y fue a sentarse frente a la nena.
Tampoco sé cómo se habrá llamado la nena, pero tenía cara de Lu, así, cortito, como las antenas de las hormigas que hacen fila en la plaza para llevarse las hojas que se tiran de las ramas cuando es mayo y los chicos salen de la escuela con la bufanda atada al cuello y la escarapela abrazada al guardapolvo.
Raúl se desplomó sobre el asiento y se puso la mochila rosa en las rodillas. Yo escuché cómo las herramientas oxidadas se empujaban ahí adentro. El cling del destornillador contra la cabeza del martillo y el clang de la llave inglesa golpeando el mango del buscapolo hicieron que Lu sacara los ojos del cuaderno gordo y los pusiera sobre el albañil y esa mochila ajada suya. El bolsillo del frente enmarcaba, como una ventanita con cierre, la imagen de la princesa que bailaba el vals con un príncipe, que no era azul, pero casi, porque esa tarde hacía mucho frío.
-¡Mirá, mamá!, exclamó Lu, con la impunidad de la infancia. ¡Tiene una mochila de nena!
Raúl bajó la vista y las pupilas se le llenaron de los corazones rojos y púrpuras que flotaban sobre la escena de lona. La mamá de Lu, que tenía cara de Mercedes, así, con rodete tirante y pañuelo de seda, le ordenó que hiciera silencio, que no fuera maleducada, que el señor se iba a enojar.
-¡Pero esta mochila no es de nena!, dijo Raúl, y en el colectivo todos hicimos silencio. Creo que hasta el motor dejó de rugir y el ripio bajo las ruedas ya no crujió tanto.- ¡Esta es una mochila de nene! ¡Mirá! ¿No ves que tiene un príncipe?
-¡Pero tiene corazones!, protestó Lu.
-Sí, porque el príncipe está enamorado, ¿no ves como la mira a la princesa?
-¡Pero es rosa!
-Sí, como la camiseta de Boca, explicó Raúl, con una paciencia que le costaba demasiado después de haberse pasado el lunes revocando las paredes de una casa que jamás sería suya.
-Bueno, entonces sí, dijo Lu, y volvió a mirar el cuaderno gordo.
Mercedes y Raúl cruzaron una mirada cómplice y se sonrieron. Yo también sonreí, pero ellos no me vieron. Sonreí consciente de la sabiduría de ese hombre misterioso con cara de Raúl. Sonreí porque también hay príncipes rosa. Sonreí celebrando que aquella tarde, Lu hubiese aprendido algo que nunca se escribe en ningún cuaderno gordo.
Épica Urbana

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