lunes, 4 de abril de 2022

ESTANCIA SANTA ELENA, de los "Secretos Insolentes", de Tomás Juárez Beltrán

El trote era sostenido.
La yegüita mora seguía la huella y al fondo del camino se veían titilar las luces de la estancia.
Don Andrés Olveira no podía disimular su cansancio.
Era un hombre de edad indefinida, curtido por el sol de los aperos pero no por el de los surcos.
Era hombre de arreos, hombre de a caballo. 
“De Areco, para servirle” respondía cuando le preguntaban su procedencia.
Pobre, entre tanto gringo, este criollo venido de la provincia de Buenos Aires, desentonaba.

Durante años había sido el encargado de manejar la hacienda y de dirigir la peonada.
Cuando el campo comenzó a transformarse y la ganadería dejó paso a la agricultura, el viejo Olveira debió cambiar de funciones y poco a poco fue haciéndose cargo del mantenimiento del casco de la estancia.
Atender el molino para que no faltara el agua y hacer funcionar la vieja usina eran sus principales ocupaciones.
En verdad, era un fiel mayordomo campero que se las ingeniaba para que todo anduviese bien mientras el abuelo ocupaba la casona principal durante los meses de verano.

Al llegar a la tranquera el viejo quiso bajarse para abrirla pero yo salté del sulky y enseguida le franqueé el paso.
Ese primer día había sido perfecto y el inesperado viaje con Olveira al boliche de Ramón me había ampliado rápidamente el limitado panorama que hasta entonces tenía de esas tierras.

Después de mi llegada comencé a husmear por los escondrijos que rodeaban la casona.
El casco de la estancia se asentaba sobre una veintena de hectáreas, mitad parque y mitad frutales.
Su estilo era afrancesado con algunos toques ingleses y una amplia galería lo rodeaba.
Separadas de la construcción principal estaban la cocina, la despensa y una sala de monturas contigua a la pieza de mucamas. Hacia el fondo del parque, bajo una tupida sombra de higueras y eucaliptos, los aposentos de Don Olveira se ubicaban en un sector donde había que pedir permiso para pasar.
Una pieza con baño afuera, el galpón de los forrajes y el gallinero constituían su territorio.

Durante los primeros días no me pude quitar de la cabeza las recomendaciones de mi padre.
Todo el año me lo había advertido: “Si no aprobás las materias en diciembre, te vas a quedar en penitencia en el campo del abuelo durante todo el verano y recién vas a volver a la ciudad cuando recités como un loro los teoremas de Pitágoras y los versos de Garcilaso”.

El abuelo Tomás era un hombre especial, uno de los más buenos y nobles que conocí en mi vida; pero buenos de verdad, de esos a los que se les nota en la mirada, de esos que están más allá del bien y del mal y se toman la vida con una resignación y un fatalismo que apabullan.
Mi padre no había tenido en cuenta su modalidad al sugerirme que debía convenir con él mis horas de estudio.
Jamás tuvo la intención de controlarme y, de hecho, nunca lo hizo. Sólo se limitó a indicarme que debía estudiar a la mañana para aprovechar la fresca ya que de ese modo podría disponer del resto del día para divertirme.
De cualquier manera y, para evitar problemas, todas las mañanas desparramaba mis libros y carpetas sobre la mesa de la galería y allí me quedaba hasta que el abuelo volvía de su recorrida por el campo y constataba mi metódica contracción al estudio.
La verdad es que algo estudiaba, pero hacerlo en esas condiciones, frente a tantas cosas que distraían, era un propósito inalcanzable.

Al día siguiente a mi llegada entré al comedor de diario para desayunar.
La mucama servía un café con leche espeso y cremoso que me pegoteaba los labios.
Mi primo Jorgito, bastante menor que yo, otro de los que cumplía penitencia en el campo, espolvoreaba azúcar sobre la espuma de leche que rebalsaba su taza y con una cucharita iba comiendo lentamente ese empalagoso néctar de fabricación casera.
Por supuesto, no tardé en imitarlo.

Una y otra vez vuelven a mi memoria estos recuerdos.
Fueron innumerables las sensaciones que despertaron en mí esa tierra colorida y su gente.
Jamás olvidaré los olores del campo: el de la tierra húmeda recién arada, el de los fardos de alfalfa apilados en las vagonetas y el del maíz acopiado a granel en los galpones.
Ni hablar de los vapores de la leche recién ordeñada y el del pan casero oreándose al sol.
Aún recuerdo cómo el viento arremolinaba todos los perfumes y los metía adentro de la casona según transcurrían las horas.

A medida que pasaban los días, mi sorpresa iba creciendo. Todo era novedad, todo tenía sabor a aventura y misterio.
Yo, que me había criado en la ciudad, en una rutina que giraba en torno al colegio y a los picados de fútbol, nunca pude entender cómo a mi padre pudo habérsele ocurrido que ese sería el lugar apropiado para que yo estudiara.

El campo había pertenecido a la familia de mi madre durante varias generaciones.
Primero fueron los cueros y la carne, después las ovejas con su lana y finalmente la agricultura lo que les permitió mantener a buen recaudo las finanzas.
Así fue como, al llegar las primeras oleadas inmigratorias, el campo se fue parcelando para ser entregado en arrendamiento a los colonos que iban arribando a la provincia. De esa forma, no tardaron en mezclarse los pocos criollos que habían quedado con los gringos que iban llegando.
Para entonces, era frecuente ver sentado en el boliche de Ramón a un Coletta con un Zapata o a un Prenna con un Andrada.
Cada colono tenía su porción de tierra y la trabajaba en familia. Los hombres se encargaban de las labores más rudas pero todos ayudaban.
Durante ese verano pude ver a mujeres y niños carpiendo surcos, apartando hacienda o sacando agua de los pozos.
Bastaba observar sus manos para advertir la dureza del trabajo que realizaban.

Las casas de los colonos eran precarias, generalmente con paredes de barro, techos de cañapaja y baño afuera. Algunas, las más modernas, ya habían comenzado a usar cubiertas de cinc.
Los pisos eran de tierra apisonada y el agua corriente no existía. Cada colono había asentado su vivienda en un sector del campo donde la arboleda natural era más frondosa y procuraba aumentarla con otras variedades implantadas.
Los corrales y galpones se construían junto a las viviendas como una forma de tener a buen resguardo el patrimonio familiar.
No tenían mucho, pero la prolijidad y la limpieza eran una norma que todos respetaban.
La mayoría de los hombres vestía ropa de trabajo: camisas de tela fuerte, bombachas y alpargatas.
Resultaba curioso ver sus ropas salpicadas con parches de otras telas que sus mujeres cosían para tapar los desgarros producidos por el duro trabajo.
Toda esa gente vivía sin confort, no había luz eléctrica y mucho menos televisión.
Sólo algunos privilegiados poseían un aparato de radio a batería y, las familias más pudientes, máquinas de coser a pedal que eran la envidia de toda la colonia.

La comida abundaba y la hora del almuerzo reunía a todos.
La alimentación, rica en proteínas y grasas, era el combustible que movilizaba a tanta mano de obra duramente ocupada.

Fue allí, en uno de esos almuerzos, donde comí por primera vez corazón asado y carne de quirco o fuentudo, como llamaban a los quirquinchos grandes.
También probé tortilla de sangre, hecha después de las carneadas, fiambres caseros y un fuerte yerbeado que muchos acostumbraban cortar con vino tinto.

Durante las primeras semanas frecuenté la casa de Doña Clara. La mujer vivía cerquita de la estancia y durante el verano cocinaba para la familia.
Su casa era misteriosa y distinta a las del resto de los colonos, principalmente por la actividad que en ella se desarrollaba.
Su marido, un gallego tozudo y emprendedor, había dedicado su vida a los frutales.
Era curioso que en medio de tantos surcos de maní, trigo y maíz, alguien hubiera pensado en otra cosa; pero era así.
Don Artaza había plantado frutales en un puñado de hectáreas que mi abuelo le había cedido y, para completar la economía familiar, criaba lechones, conejos, pollos y algunas vacas lecheras.
Esta quinta era una pequeña industria en la que se elaboraban infinidad de productos: dulces, pelones, quesillos, vinagre de frutas y escabeches constituían su mayor producción.
También un vino patero para consumo personal de Don Artaza, bebida que más de una vez le había hecho dormir unas monas interminables.
 
El gallego era un verdadero autodidacta que todo lo había aprendido en cursos por correspondencia.
No era extraño encontrarlo desollando duraznos mientras leía una de las tantas revistas técnicas que periódicamente recibía.
Más de una vez intentó explicarme su teoría del movimiento continuo que, según él, había descubierto hacía tiempo y nunca podía hacer funcionar.
Para demostrarlo había instalado un enmarañado sistema de tanques y mangueras conectadas entre sí por los que pretendía que el agua circulara en forma constante.
“Todo tiene que estar compensado a nivel, el resto lo hace la succión”, decía siempre. 
“Ahora está fallando porque el material es de mala calidad y me chupan aire los caños...”

La familia Artaza era numerosa y la constituían Doña Clara, su hija Marta y cuatro nietos; además de dos hijos del primer matrimonio del gallego y un criado a quien todos llamaban Pepino.
Había que ver a toda esa gente alrededor de una gran mesada de cemento pelando duraznos con cuchillos chiquitos y filosos.
La velocidad era asombrosa.
Don Artaza acercaba los canastos y cada uno tomaba lo suyo para realizar la tarea.
En una palangana enlozada se recogían los duraznos pelados y, después de clasificarlos por tamaño, unos iban a la olla de dulces y otros a la de pelones que luego exponían al sol sobre elásticos de camas viejas.
Con tanta melaza, las moscas zumbaban enloquecidas por toda la quinta y era imposible quitarlas del medio.

Fue en una de esas primeras visitas a la casa del gallego donde se inició mi amistad con Pepino.
Sentados a la mesa, llamó mi atención su habilidad para pelar frutas sin que se cortara la cáscara.
Huérfano de padre y madre, había sido dejado a cuidado de los Artaza por un amigo de la familia.
Poco después supe la verdad: su padre estaba preso, la madre había muerto víctima de una golpiza.

El muchacho tendría más o menos mi edad, su pelo era rubio rojizo con un flequillo hirsuto que le tapaba la frente.
Sus ojos achinados eran sólo una muestra del crisol de razas que recorría sus venas.
Silencioso y observador, era poco lo que hablaba.
Fue una de esas amistades sólidas, intuitivas y a primera vista. Todos lo llamaban Pepino, pero su nombre era José Luis.
Con él recorríamos el campo a caballo, comíamos tunas y fruta caliente a pleno sol de la siesta y siempre nos las ingeniábamos para ir juntos al boliche cuando había que hacer las compras.
Para ese entonces ya me había enseñado a andar a caballo y a boyerear las vacas.
No fue tan difícil como imaginé, en poco tiempo y con ayuda de los perros, logré apartar la hacienda y distribuirla correctamente en los corrales.
Trabajar con los animales era lo que más me gustaba, de modo que rápidamente aprendí a pialar, ensillar bastos, preparar los arneses para la vagoneta y otras destrezas camperas.

A mediados de enero, en una de las tantas teatralizaciones de estudio que a diario realizaba para el abuelo, arribaron a la estancia unos parientes de Buenos Aires.
Traían un nieto de mi edad a quien premiaban con el viaje a Córdoba por sus buenas notas en el colegio.
Se llamaba Fermín y todavía recuerdo su vestimenta: pantalones Oxford, remera “Lacoste” de última moda y unos mocasines de “Guido” que solamente se los había visto puestos al bacán de mi tío Luis.
No tardamos en hacernos amigos y a las pocas horas ya le había mostrado los escondrijos del campo.
Cuando llegamos al sector del bebedero, por entre los cañaverales que rodeaban el molino apareció Pepino montando su petiso. Estábamos sentados al borde del estanque de cemento con los pies colgando hacia adentro y él bajó de su caballo para hacer lo propio.

En un primer momento la situación fue ridícula: Fermín hablaba de automóviles importados y de una moderna boîte que se había inaugurado en Buenos Aires mientras Pepino relataba sus penurias para encontrar una ternerita “baya” que se le había escapado de los corrales del matadero.
Fermín casi no había reparado en él y no dejaba de hablar del equipo de tenis de su colegio, de los torneos en los que participaría y de la importancia de tener una buena raqueta; pronto me di cuenta que Pepino lo miraba como si fuera un marciano.
Estaba sentado tan cerca que no le era fácil observar a Fermín.
Para hacerlo, debía echar el cuerpo hacia adelante y asirse del borde cementado, evitando de esa forma caer al agua.
Hasta el día de hoy no sé si fue accidente o premeditación, lo cierto es que cuando Pepino intentó sentarse a horcajadas para cambiar su incómoda posición, inesperadamente sus alpargatas patinaron en el cemento y, saltando a un costado, empujó a Fermín hacia adentro del estanque.

Pobre.
Emergió del fondo con la cara llena de verdín y un manojo de algas colgando de su cabeza mientras Pepino y yo no parábamos de reírnos.
Felizmente el agua le daba a la cintura y no corría riesgo alguno.
La situación fue graciosa porque al darse cuenta que estaba rodeado de renacuajos quiso salir rápidamente pero no pudo.
Cada vez que intentaba hacerlo, patinaba en el barro y, chapoteando, caía otra vez al agua.
Al advertir que no saldría sin nuestra ayuda, comenzó a maldecirnos.
A pesar de las barbaridades que nos decía logramos tomarlo del cinto y comenzamos a subirlo.
Cuando estaba punto de salir, inesperadamente y sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo, Pepino le aplicó un rebencazo en la espalda y nuevamente lo empujó hacia el estanque.
Hecho esto, se deslizó por el borde cementado, trepó a su petiso y al trotecito lento, sin decir una sola palabra, se perdió en los cañaverales.

Finalmente busqué una escalera y logré sacar a Fermín del agua. Esa tarde se fue del campo con un pantalón viejo que le prestó el abuelo, el resto de la ropa a medio secar, y sus modernos mocasines rellenos con papel de diario.
Estoy seguro de que, como yo, jamás olvidaría a Pepino.

Pasaron los días y en una de las tantas cabalgatas que compartíamos con mi amigo, llegamos al boliche para hacer compras.
Don Ramón, el dueño, tenía la costumbre de regar el piso de ladrillo antes de abrir y tuvimos que esperar un buen rato para entrar.
El lugar me produjo una curiosidad especial: un mostrador de madera separaba al cliente de los estantes con mercadería y, a un costado, varias balanzas con pesas de bronce ocupaban una mesada baja.
Rodeando las mismas, sobre un entarimado de madera, las bolsas de arpillera repletas de cereales impregnaban el ambiente e iban enrollando sus bocas a medida que transcurría el expendio. Recuerdo el ruido infernal que hacía la registradora cada vez que Don Ramón apretaba sus botones enlozados haciendo girar la palanca para abrir la caja.
El boliche era una mezcla de almacén de ramos generales, despacho de bebidas, carnicería y sala de juegos.
Los parroquianos hacían su pedido y Don Ramón los iba preparando siguiendo un escrupuloso orden de llegada mientras todos compartían sus mesas jugando al truco, al tute cabrero o al dominó. En la parte de atrás del edificio existía un patio de tierra prolijamente cuidado y protegido por una frondosa arboleda.
Allí se organizaban partidos de bochas y se tiraba la taba.
En esos entreveros, más de uno retrasaba su partida hasta entrada la noche.
Era frecuente escucharlos pasar por el callejón de la estancia al trotecito largo y en silencio, intentando disimular su tardanza.

Así pasamos la tarde entretenidos con la conversación de la gente y jugando al hongo, una extraña combinación de billar y carambola, mientras los paisanos charlaban animadamente tomándose un vinito o un fernet.
La mayoría venía de Oliva, pueblo ubicado a unas cinco leguas de la colonia, siendo el boliche de Ramón la última parada antes de llegar a destino.

Cuando regresábamos, Pepino me comentó que en pocos días más me haría participar de una cacería de quirquinchos.
Don Artaza le había prometido acompañarnos pero tendríamos que esperar la luna llena.
Durante la larga cabalgata hacia la estancia, aprovechó para explicarme que existían dos maneras de atrapar los pequeños bichos: con perros o con agua, si había llovido.
Esta última forma nunca pudimos practicarla, pero me hizo saber que, inundando las cuevas, los quirquinchos salían despavoridos y así resultaba fácil atraparlos; generalmente se hacía en sectores bajos del cañadón donde se juntaba el agua después de la lluvia.
La otra, era muy distinta.
Pronto llegó el día.

Salimos a medianoche, cuando la luna llena era más intensa.
La presencia de los perros resultaba imprescindible y antes de partir se les frotaba el hocico con la hiel de un quirquincho.
Una chuza afilada, bolsas de arpillera y palas de punta eran elementos indispensables para la cacería.
Todos los que participábamos debíamos caminar en fila india a través de los surcos y en cuanto los perros ladraran, correr tras ellos. Los cuzcos acorralaban a los quircos adentro de los maizales y esperaban nuestra llegada.
Desesperados, los animalitos se arqueaban como bolitas y comenzaban a cavar con una rapidez asombrosa, protegiéndose de los colmillos con su caparazón. Había que apurarse porque en instantes quedaban enterrados.
Los perros señalaban el lugar exacto donde estaban los quirquinchos.
Rápidamente debíamos tomarlos de la cola o de una de sus patas y chuzarlos para que se quedaran quietos. No siempre aflojaban; aún heridos de muerte hinchaban el lomo contra las paredes de la cueva y había que terminar de sacarlos a pala.
La variedad más difícil de cazar eran los fuentudos y no era fácil encontrarlos.
Eran dos o tres veces más grandes que los otros y, por su abundancia en carnes, eran los más preciados.

Al día siguiente se preparaba la quirquiada.
Los quirquinchos eran abiertos por el vientre para sacarles las vísceras antes de ser condimentados, se los metía en un tarro con agua hirviendo para pelarles la panza con cuchillo como si fueran lechones; después se los ponía sobre la parrilla boca arriba y a fuego lento. De esa manera, la grasa depositada entre el caparazón y el lomo los cocinaba lentamente.
La carne era tierna, con un dejo salvaje disimulado por los condimentos.
Su gusto, parecido al del lechón pero más suave.

Para los Artaza este acontecimiento era toda una fiesta a la que yo me sumaba y también un momento muy emotivo para la familia porque el gallego sacaba la guitarra y, apoltronado en su reposera, punteaba uno de los tantos valsecitos camperos que había aprendido por correspondencia.
Todos lo escuchaban con admiración y respeto, pero mucho más divertidos eran sus relatos llenos de anécdotas e historias de la colonia, como la del enano de los sauces que saltaba sobre los sulkys cuando los colonos regresaban del pueblo o el de la luz mala que durante años rondó los campos de la viuda de Ciriaco. Terminado el almuerzo, cuando el vino patero comenzaba a adormecerlo, Doña Clara colocaba unos almohadones bajo su cabeza y silenciosamente nos retirábamos para que pudiera dormir la siesta.

Fue para fines de enero cuando me enteré que en pocas semanas se festejarían las fiestas patronales de la colonia; una comisión designada por el cura párroco era la encargada de organizarlas.
La fiesta duraba un fin de semana entero pero el sábado era el día más importante.
Durante la mañana se disputaban las carreras de sulkys arañitas, a la tarde se hacía la procesión hasta la iglesia y a la noche, el broche de oro: el baile anual de la colonia en el boliche de Don Ramón.

El revuelo que se generaba entre los vecinos era cosa de locos.
Los organizadores visitaban a los colonos en sus chacras coordinando preparativos y asignando tareas.
Algunos se encargaban de elaborar canastas con comidas para las rifas, otros de la instalación del buffet, y todos de vender entradas.
La orquesta era la misma todos los años: Eduardo Baravalle y su conjunto.
En los descansos estaría la propalación de Don Chicho, con tangos y pasodobles.
La comisión de damas se encargaría de decorar la pista de baile y de cercarla con arpillera para evitar la presencia de colados.

El sábado los faroles a querosén comenzaron a iluminar la entrada al boliche desde muy temprano y la gente no tardó en llegar.

Los alrededores de la pista de baile habían sido regados para asentar la tierra suelta.
Sobre el escenario, un adelantado de la orquesta apuraba la conexión del generador eléctrico y probaba micrófonos.
Había que ver esas familias enteras arribando en sulkys y vagonetas cubriéndose con ponchos y frazadas para protegerse del polvillo que se levantaba en los guadales.
El ambiente no tardó en perfumarse y todos apresuraban el paso para ocupar las mesas asignadas.
Las mujeres lucían sus mejores galas coloreando la noche con vestidos y collares.
Las más jóvenes estrenaban tacos altos y preferían no moverse mucho por temor a tropezar y caerse.
Más sencillamente vestían los hombres; con camisas claras y pantalones oscuros.
Era curioso verlos usar championes blancos, como acostumbraban llamar a las zapatillas.
El calzado era desbordado por los pies rudos y la mayoría lo usaba sin cordones.
Acostumbrados al uso de alpargatas no soportaban ningún tipo de atadura que los incomodara.
Lo mismo ocurría con las corbatas y pañuelos que sólo usaban algunos extraños venidos de poblados vecinos.

Hacia la medianoche se inició el baile.
Las parejas giraban alrededor de la pista y el locutor de la orquesta les marcaba el ritmo con sus palmas: “¡Bailando al centro de la pista..!”
“¡No arrastren que levantan polvo..!”, repetía una y otra vez.

Todo era alegría. La cerveza y el vino ayudaban.
Los hombres sacaban a bailar a las mujeres abrazándolas como si fueran bolsas de papas mientras ellas mantenían la distancia con los codos.
No faltaban las miradas cómplices ni las caídas de ojos.
Los romances se iban armando a medida que transcurría la noche y el cuchicheo de las mujeres se correspondía con la risotada cargosa de la muchachada.

Blancas de piel y rellenitas eran las condiciones femeninas que más gustaban a los hombres.
Nadie quería quedarse sin compañía y los bailes por compromiso se sucedían uno tras otro.
Las parejas querendonas buscaban los sectores menos iluminados de la pista y no faltaban quienes enseguida desaparecían detrás de las arpilleras.
Todo era una fiesta.
Los chicos corrían sin descanso mientras el cura párroco dormitaba en su silla después de haber deambulado por las distintas mesas de familia, comiendo y bebiendo a destajo.

Cansado de dar vueltas me acerqué a la entrada.
Las mujeres de la comisión controlaban que nadie ingresara sin pagar.

Por encima de las arpilleras, alcancé a ver a Pepino y le hice señas. Estaba parado sobre una vagoneta y desde allí observaba. Advirtiendo que algo extraño le sucedía, pedí una contraseña y salí a su encuentro. Estaba irreconocible.
Llevaba puesta una camisa celeste, alpargatas nuevas y una bombacha bataraza que le había prestado uno de los hijos de Artaza.
Ni hablar de su peinado: se había hecho un inmenso jopo impregnado en brillantina y la cabeza parecía una baliza refractaria bajo el sol de noche de la entrada.

- ¿Qué hacés, Pepino..? -, lo saludé entusiasmado.

- Acá andamos, mirando nomás... -, me contestó tristón.

Enseguida comprendí lo que ocurría.
Pepino no tenía plata y hacía rato que esperaba una distracción de las mujeres para levantar la arpillera y entrar sin pagar.
Me pareció injusto que no pudiera participar de la fiesta.
El baile era el principal acontecimiento de la colonia y el único lugar en donde se juntaba toda la gente sin distinción alguna.
Felizmente yo tenía más dinero del que necesitaba y pude pagar su entrada.

Pepino pasó la noche agradeciendo mi gesto y no tardó en convidarme unos cigarros armados que traía envueltos en un pañuelo.
Hacía pocas semanas que yo había comenzado a fumar a escondidas y enseguida nomás encendí uno y comencé tirar humo por la nariz como si lo hubiera hecho toda la vida.

Mientras se desarrollaba el baile, deambulábamos entre las mesas y no faltó quien nos convidara cerveza.
Finalmente nos instalamos a un costado de la pista junto a un grupo de muchachos conocidos de Pepino y así entramos en conversación con la mesa de los Couquet, un matrimonio de origen francés.
Nunca supe cómo habían llegado a la colonia.
En esta familia solo había mujeres y, de mayor a menor, las muchachas se habían sentado de espaldas a la pista esperando que alguien las sacara a bailar.
La madre, una gringa con gesto avinagrado, controlaba severamente a las hijas indicándoles posturas y modales mientras Don Couquet hablaba de cuadreras con los hombres de otras mesas.
Era curioso observar a los muchachos girar sigilosamente por los alrededores y, mediante un pequeño movimiento de cabeza, invitar a bailar a las muchachas.
Si a la elegida le gustaba el candidato, debía levantarse rápidamente y juntarse con él a un costado de la pista para iniciar el baile.
Si no lo hacía, el que había cabeceado continuaba caminando y, sin decir una sola palabra, disimulaba el desaire.

Uno de los muchachos de la mesa no tardó en señalarme a Leonor, la más chica de los Couquet, de aproximadamente unos catorce o quince años.
Era bonita, algo regordeta y de pechos grandes para su edad.
Llevaba un vestido negro escotado, con un cinturón blanco y finito marcándole la cintura.
Pepino ya me había informado que no se le conocían novios ni pretendientes, circunstancia que me hizo pensar que podría tener alguna posibilidad con ella.
En una de las tantas vueltas que di a su alrededor, siguiendo precisas instrucciones de Pepino, tomé coraje y mirándola de frente moví mi cabeza señalándole la pista.
Inmediatamente me sonrió y no tardó en levantarse.
Mi corazón retumbaba. Ambos rodeamos rápidamente las mesas para juntarnos a un costado de la pista de baile.

La tomé de la cintura con mi mano derecha para comenzar a bailar y dudé que no fuera al revés.
Por unos segundos temí haberme equivocado, pero enseguida me di cuenta de que todo estaba bien.
Los primeros pasos fueron como me había indicado Pepino: uno para la derecha y dos para la izquierda; de a poco me fui animando.

Ella era más baja que yo y con la música fuerte era imposible conversar, de manera tal que tuvimos que hablarnos al oído.
Yo no sé si fue la cerveza o qué, pero poco a poco fui apretando su cuerpo contra el mío para estar más juntos.
La música ayudaba y así continuamos: muchas sonrisas y poca conversación.
Después, más animado, comencé a bajar mi brazo para tomarla de la cintura y al hacerlo mis dedos rozaron su espalda descubierta.
Pude sentir como se le encrespaba la piel a medida que mi mano descendía y también su respiración entrecortada y nerviosa. Disimulando, buscamos un costado de la pista para continuar bailando lentamente, cada vez más apretados.

Su perfume era suave y a medida que bailábamos el aroma se enredaba entre nosotros potenciando su almizcle.
Sin proponérmelo, con la intención de iniciar conversación, rocé su cara con mis labios y nuevamente la muchacha volvió a agitarse.
Así continuamos hasta que, al llegar a la zona del buffet, nos escabullimos hacia la penumbra.
Fue como si nos hubiéramos estado esperando.
La tomé de la cintura para ayudarla a sentarse sobre unos tablones ubicados detrás de la cantina y no tardamos en besarnos.
En instantes los besos chiquitos se hicieron inmensos y por más que intentó resistirse, no pudo parar mis manos.
En mi desenfreno casi tiro abajo los caballetes que sostenían los tablones y de no ser por la oportuna aparición de Pepino no sé qué hubiera ocurrido.
A esa altura de las circunstancias Leonor estaba con los pechos al aire y mi excitación era evidente.

- ¡Largá que viene la vieja..! -, me gritó desesperado y alcancé a soltarla.

Por encima de las heladeras de hielo, la vi venir.
Hacía rato que la gringa nos buscaba.
Inmediatamente salimos por detrás del buffet y nos paramos a un costado de la pista como si nada hubiera pasado.
Al vernos, me miró con desconfianza y se limitó a indicarle a Leonor que debía volver a la mesa para acompañar a sus hermanas.
Menos mal que la luz no era muy intensa, de lo contrario nadie nos hubiera salvado.

Para disimular mi vergüenza me anudé un pulóver a la cintura, mientras Pepino se moría de risa.
Finalmente, entre bromas y empujones, me acompañó hacia el sector donde tocaba la orquesta.
Durante toda la noche miré de reojo a Leonor.
Sus cachetes seguían sonrojados y no quiso bailar con nadie más en toda la fiesta.

Don Andrés Olveira se había ubicado a un costado del escenario. Conversaba con todos pero no bailaba.
Llamó mi atención su forma de guardar distancia; era muy solitario y daba la impresión de ser poco afecto a las fiestas.

Entrada la madrugada, cuando el baile parecía decaer, un recitador hizo su aparición en el escenario y comenzó a desgranar una serie de poemas gauchescos que los gringos escucharon con atención y respeto.
Recuerdo uno de ellos: “El Remate”; si la memoria no me falla, de un tal Yamandú Rodríguez.
El artista relataba las vicisitudes de un viejo arriero a quien los usureros le subastaban sus pertenencias y la manera en que sus amigos las recompraban para devolvérselas.
Cuando el artista terminó el recitado con un enfervorizado: “¡Todavía da gauchos mi tierra, carajo..!”, vi lagrimear a Don Andrés.
Sin que nadie lo notara se perdió en la oscuridad, por un costado del escenario.

Volvimos del baile en el sulky de Olveira, con la yegüita mora en trote parejo y la luna llena iluminando el campo arado.
En cuanto salimos, Don Andrés se recostó sobre el respaldar del asiento y ató las riendas a la agarradera del pescante para que no se cayeran.
Fue increíble, la yegüita siguió trotando sin parar y, sin que nadie tomara las riendas, llegamos hasta el portón de la estancia.
Esa noche no pude dormir; aún olía en mis manos el perfume de Leonor y el recuerdo de lo sucedido me excitaba.

Los días transcurrieron normalmente hasta que una siesta, enterado que Don Artaza carnearía una ternera, ensillé mi petiso y galopé hacia el matadero para ver cómo lo hacían.
En el lugar había un par de cuartuchos que albergaban el saladero y la curtiembre. Frente a ellos, un algarrobo recortado en forma de horqueta era el centro de los sacrificios.
A ese lugar, a fuerza de pial y lazo, era llevado el animal para obligarlo a introducir su cabeza en el vértice del árbol seco.
Una vez allí, le maneaban las patas y lo sujetaban entre varios hasta que, con un cuchillo chiquito y filoso, le daban un puntazo certero detrás de las orejas y el animal se desplomaba.
Dependía de la maestría del matador el hacer sufrir o no al animal. Una vez descerebrado y mientras el corazón aún latía, se le hacía un corte en la garganta para que desangrara sobre una canaleta hecha a ese propósito al pie de la horqueta.
Los perros bebían la sangre tibia de la ternera recién sacrificada; en instantes se ponían rechonchos y casi no podían caminar.

La cuereada era impresionante.
Desangrado el animal, lo izaban con un aparejo hasta el extremo de la horqueta y allí lo dejaban colgado bajo una carretilla para comenzar su desvisceración.
La destreza de los peones se ponía de manifiesto en cada corte ya que el cuero debía ser sacado entero y sin tajos.
Hecho esto, lo metían en los piletones de la curtiembre donde el tiempo y la sal harían lo suyo.
Cada vez que removían los cueros apilados un vaho nauseabundo impregnaba el lugar.
Era un trabajo al que todos le escapaban pero siempre surgía algún guapo que no le hacía asco a nada y acomodaba los cueros sin titubear.

Ya carneado el animal, Don Artaza distribuyó el trozado de la res sobre unos tablones y, luego de apartar lo suyo, impartió instrucciones para que el resto fuera vendido.
Quienes habían trabajado llevaban su parte gratuitamente.
Las vísceras no se vendían ya que la costumbre permitía a los compradores solicitar parte de ellas gratuitamente.
Todavía recuerdo que, como no existían heladeras, los colonos colgaban de los árboles pequeñas celdillas de madera recubiertas con alambre tejido.
Allí dejaban orear los trozos de carne recién comprada, manteniéndola fuera del alcance de los perros.

Volví a la estancia cuando anochecía.
Después de dar de beber al petiso y soltarlo en los corrales, arrastrando el apero, caminé hacia la sala de monturas. Hamacándose sobre una de las tranqueras, Pepino me esperaba.

- Estuve con Leonor. Quiere hablar con vos, quiere verte. Dice que nos lleguemos por su casa mañana por la tarde. Parece que la gringa y el viejo no van a estar, tienen que ver al médico en el pueblo... -, sonrió pícaramente.

Llegamos a lo de Couquet cortando camino por el campo arado.
En cada chacra que entrábamos éramos recibidos cordialmente y casi siempre nos invitaban a apearnos.
No tuvimos más remedio que hacer varias escalas, tomando mate con fritos y comiendo fiambres hasta el hartazgo.

La casa de Leonor era similar a la de todos los colonos: cuadrada, blanca a la cal, con molino de viento y horno de pan.
La única diferencia con las otras era que detrás de los corrales existía una laguna llena de patos y un galponcito donde Don Couquet tenía una fragua y acopiaba forrajes.

Al llegar nos recibió Arminda, una de las hermanas de Leonor; precisamente la que había bailado con Pepino en la fiesta de la colonia.
En cuanto descendió del sulky él intentó tomarla de la cintura para darle un beso pero la muchacha lo empujó marcando las distancias.

- ¡Vas muy rápido, vos..! ¡Pará un poco..! -, le dijo enojada.

Pepino sacó de su bolsillo un pequeño estuche satinado y se lo entregó.
El inesperado gesto de mi amigo logró sorprenderla e inmediatamente cambió de actitud.

- Eran de mi mamá. Te los había prometido, ¿no..?...

La muchacha no tardó en abrazarlo.

Enseguida fuimos invitados a entrar a la casa y nos sentamos frente a una gran mesa con banquetas a su alrededor.
Al rato apareció Leonor y, después de saludar, se sentó a mi lado.
Llevaba puesto el mismo vestido que en la noche del baile y el sólo recordar lo sucedido me puso nervioso.
En la pared, el retrato oval de uno de sus abuelos era testigo mudo de nuestra osadía; mejor dicho, de la de Pepino, que a esta altura de los acontecimientos ya se estaba besando con Arminda.
Incomodado por la situación, intenté hablar de cualquier cosa; pero no fue posible: Leonor tomó mi mano y tironeándome me arrastró hacia afuera.

Riéndonos, corrimos hacia el galpón y entre los dos logramos empujar la puerta corrediza para entrar.
Los últimos rayos de sol se filtraban por las luceras del techo creando un clima de cálida penumbra.
Finalmente nos recostamos sobre una gran lona que cubrían los fardos de alfalfa y, sin decir una sola palabra, me dio un largo beso y comenzó a desvestirse.
Yo también hice lo propio.
Todavía recuerdo su figura desnuda recortada entre las sombras mientras mis labios se atrevían y buscaban.
Jamás olvidaré ese momento fresco y salvaje ni el olor de su cuerpo enamorado.
Tampoco ese tibio atardecer iluminando nuestra piel en descanso.

Quedamos abrazados y en silencio hasta que el sol se puso totalmente y casi no veíamos nada; a punto tal que demoramos bastante en vestirnos al no poder encontrar nuestra ropa diseminada entre los fardos.

Cuando salimos del galpón, Pepino ya estaba trepado al sulky y me hacía señas para que apurara.

Me despedí con un beso eterno, como si nunca más fuésemos a vernos. Y así fue.
Al día siguiente me enteré por Pepino que habían tenido que intervenir de urgencia al padre de Leonor y que desgraciadamente había fallecido en la operación.
En menos de una semana los Couquet partieron hacia el pueblo a vivir con los abuelos y lamentablemente no pude despedirme de ella. El día en que se iban, galopé con mi petiso por más de veinte minutos para ver si los alcanzaba, pero fue en vano.
Al llegar, sólo me recibieron los perros y el monótono silbido del viento recortando los perfiles del molino.
Creo que nunca podré olvidarme de Leonor; siempre llevaré adherida a mi piel su frescura, su tibieza.

Terminaba febrero, la ciudad se me venía encima; y con ella, el colegio y los exámenes.
Intenté aprovechar los últimos días en el campo para recuperar el tiempo perdido.
Sólo pude completar un par de resúmenes y terminar algunos machetes…

La mañana antes de partir, fui a despedirme de los Artaza pero Pepino no estaba.
Apresurado, regresé a la estancia y corrí hacia el bebedero para treparme al molino y desde allí observar el campo arado.
Detrás del matadero, por encima de los cañaverales, la figura de mi amigo se perdía entre los girasoles.
Haciendo bocina con mis manos, grité a todo pulmón:

- ¡Chau Pepino, me estoy yendo..! ¡Chau Pepino..! -, repetí varias veces.

Una mano al aire revoleando su talero y un galopito compadrón rodeando las vacas fue su forma de despedirse.

Han pasado los años...

Desde el ventanal de mi oficina observo la cúpula de la iglesia catedral.
La peatonal parece un hormiguero de gente sin identidad transitando senderos cuadriculados por cables y carteles.
“¡Una ayuda..! ¡Una ayuda..!”, suplica un inválido desde su silla de ruedas mientras la gente taconea las lajas sin mirarlo.

Hacia la esquina, frente a la elegante galería comercial, un grupo de curiosos observa el ulular de una ambulancia que a paso de hombre intenta sortear canteros, pérgolas y marquesinas.

Abro las ventanas e intento tomar un poco de aire fresco pero es inútil: el olor nauseabundo que supuran las alcantarillas inunda mis pulmones y sólo atino a mirar el cielo buscando unas pinceladas azules que se cuelan entre espumas de leche y girasoles.

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