sábado, 27 de mayo de 2023

BREVEDAD, de Amado Nervo

Es bien sabida la historia de aquel califa de Bagdad que, deseoso de instruirse y no pudiendo llevar consigo en sus frecuentes viajes toda su biblioteca, pidió a los sabios de su reino que le condensasen hábilmente la ciencia entera de la Humanidad, en número tal de volúmenes que pudiesen cargarlos diez camellos.
Los sabios pusiéronse a la obra, y después de ímprobos trabajos lograron su propósito.
El califa pudo en adelante pasear toda su biblioteca por los ámbitos de su vasto reino.
Los diez camellos seguíanle siempre, acompasados, llevando su carga de gruesos volúmenes.

Pero los camellos eran muchos y la biblioteca ambulante resultaba demasiado copiosa. El califa hizo convocar de nuevo a los sabios.

- Quiero - dijo - que me condenséis todos estos volúmenes en la décima parte de ellos, a fin de que un solo camello, que me siga por dondequiera, lleve a cuestas toda la sabiduría del orbe, y pueda yo consultarla donde me plazca.

Los ancianos doctos del reino pusiéronse otra vez a la obra, y después de luengos y concienzudos trabajos, del más paciente benedictinismo, lograron el propósito del monarca.
Un solo camello, en adelante, llevó por dondequiera la biblioteca del califa.

A veces, muy frecuentemente, cuando la pomposa comitiva sesteaba a la sombra de los grandes árboles, el califa pedía su camello y tomaba de él los volúmenes que le placía para leer, comentando con los más avisados de su numeroso cortejo la sabrosa o profunda doctrina, la gracia más o menos frívola, la descripción más o menos pintoresca.

Mas, ¡ay!, un camello cargado de libros era aún demasiado, y el real capricho ansió algo mejor: ansió que en un solo libro los sabios de su reino condensasen toda la ciencia del planeta.
No hay para qué ponderar el trabajo enorme de los niveos eruditos septuagenarios… ¡pero quién iba a negarse al deseo del califa!

Después de larguísimos desvelos un libro estupendo (no diré que poco voluminoso), cuyas páginas eran de la más fina vitela, contenía el extracto de cuanto los hombres habían pensado, visto y sentido…

¡Cuál no fue la alegría del califa..!
¡No más reata, no más rosario de camellos..!
El precioso libro, envuelto en damasco rojo, iba fijado por correas al propio arzón de su caballo árabe!

A cada paso, el monarca tomaba su libro entre las largas y afiladas maños de marfil, y leía con fruición las viejas sentencias de los grandes sabios, los admirables himnos religiosos con que los nobles espíritus supieron, en el comienzo de la historia, loar a la Divinidad; las observaciones de los hombres pacientes que descubrieron con tesón los secretos de la Naturaleza…

Mas sucedió (ya os lo imaginaréis) que después de sobar y resobar el libro, nuestro califa encontró que aún era harto voluminoso y pesado… y ocurriósele pedir a los sabios de su reino un milagro: que hiciesen labrar en la gran esmeralda de una sortija, la más bella piedra que hubo jamás en el tesoro de un rey, una sentencia, una sola, que condensase toda la sabiduría humana…
Imaginaos la estupefacción de los sabios.
Aquello era peor que el famoso cordero de Salomón, condensado en una píldora…

Se cuenta que un año entero estuvieron meditando los blancos ancianos, y meditando estarían aún si el califa no hubiese enviado a decirles que, como no le entregaran la sentencia a su lapidario antes de la luna de abril (era la luna de marzo), haría con sus doctas cabezas calvas el más completo y substancioso racimo que se hubiese visto en sus reinos…

Antes, pues, de la luna de abril, el lapidario real tenía en su poder la sentencia; antes de la luna de mayo, con los más finos y bellos caracteres, en la enigmática superficie verde de la gran esmeralda estaba grabada (pongo por caso, pues que la historia no ha dilucidado aún bien este asunto) la siguiente sentencia fulgurante y eterna: 

«Alá es grande. Ámale sobre todas las cosas… ¡Y no te fíes de las mujeres!».

He recordado esta peregrina historia, que viene muy de lejos y se refiere de muchas maneras, el otro día, a propósito de un elogio que me dirigió un amigo, elogio que ya debí antes a la amabilidad de Rubén Darío:

- A usted  - me decía mi amigo - se le lee siempre con gusto, porque es breve…

Cuando publiqué mi primera novela, El bachiller, un crítico de México, tras algunos juicios poco satisfactorios, concluía así:

«Por lo demás, la novela es breve… como el ingenio que la produjo».

Y he perseverado en esta brevedad, en esta homeopatía intelectual, hasta hoy. Una novela mía se lee siempre en media hora, a lo sumo, y puedo decir como Bécquer para tranquilizar a la gentil amiga suya, a quien ofrecía dedicar un libro:
«No temas, un libro mío no puede ser largo…».

¿Es un mérito la brevedad..?
Cuando, como en mi caso, poco bueno se puede decir, sin duda alguna; cuando hay en el cerebro abundancia de noticias jugosas para ilustrar y edificar a los humanos, claro que no; pero sucede que, aun estando poblado un cerebro de lo mejor, la humanidad va tan de prisa, está tan atareada, que cada día permite menos fertilidad a la erudición y menos desarrollo a la literatura.

Dijo Balmes que un genio es una fábrica, y un erudito, un almacén.
No cabe duda de que los almacenes son de primera necesidad; pero no hay tiempo de hacer inventario de sus existencias.
Problemas formidables solicitan al hombre y a la mujer en el mundo moderno.
Ni en la más apartada provincia se puede ya dedicar una vida al benedictinismo, y quien quiera decir algo útil, algo bello, algo noble, algo consolador a sus hermanos ha de decírselo brevemente.

Cuando los sabios del porvenir, ante el niágara actual de libros impresos, hagan por mandato del Estado la labor tremenda que el califa de Bagdad confió a sus temblorosos ancianos, ¿qué quedará de las diversas literaturas y filosofías para los escolares nerviosos, ágiles y atareados del tiempo futuro..?

Sin duda alguna, hermosos libros breves, en que, como centellas, fulguran los pensamientos de los grandes hombres.
Síntesis admirables de lo que soñaron y reflexionaron las razas…

Ya vemos que de lo que contienen los libros geniales no se ha hecho pensamiento de todos los pensamientos, no ha formado el espíritu de los demás, sino lo esencial.
De Shakespeare la Humanidad sabe diez o veinte sentencias y pensamientos.
Los eruditos saben lo demás; el almacén de que habló Balmes está repleto… pero la Humanidad no lo visita, y vive con la substancia de lo que el gran genio inglés dio al mundo.
Por él sabemos que «estamos hechos de la propia substancia de nuestros sueños»: «We are such stuff as dreams are made on, and our life rounded with a sleep».

Por él sabemos que «ser o no ser es el gran problema».
Por él sabemos que «hay más cosas en los cielos y en la tierra de las que entiende nuestra filosofía».
Por él sabemos que «la vida es el sueño de una sombra errante»

Y aun cuando no supiéramos sino estas cosas, y unas cuantas más; aun cuando no hubiésemos leído sus treinta y cuatro plays, sus poemas, sus sonetos, su Passionate Pilgrin, esos pensamientos, al par hondos y fulgurantes, merecerían que el Titán hubiese existido, y la Humanidad que los ha asimilado a la propia esencia del alma humana tendría eternamente que agradecérselos.

¿Qué sabe la gente del Evangelio..?
Fuera de los predicadores y de algunos eruditos, bien pocas sentencias.
Muchas de ellas se repiten ignorándose de dónde vienen.
Pero basta con las que van de boca en boca, de padres a hijos, para que la figura de Jesús aparezca en toda su dulce divinidad.
Con unas cuantas desoladas frases del Eclesiástico, con unos cuantos versículos de los Salmos, con unas cuantas palabras de amor del Cantar de los cantares, con unas cuantas quejas inmortales de Job, nos bastaría asimismo para la peregrinación por el mundo, y la Biblia merecería por ello haberse escrito y haber sido el oráculo de los hombres.

Una página misteriosa del Baghavad Gita, tomada de los diálogos de Krishna y Arjuna, unas cuántas parábolas búdhicas, unas breves definiciones de los Upanishadas, justificarían asimismo la vida religiosa, la alteza moral de la inmensa y pensativa India…
Y así de todo, y así de todos…
Pocas perlas se salvarán del gran collar; ¡pero cuantísimo oriente mostrarán esas perlas..!

El tesoro filosófico y literario de la Humanidad estará un día en las manos de todos los niños de quince años, ya meditabundos, ya blandamente reflexivos, con los ojos ya llenos de oceánico ensueño y el saber cósmico de las razas.
De suerte que, amigos míos, los que sabemos poco, los que podemos decir poco, alegrémonos, regocijémonos de haberlo dicho con una concisión fuerte y piadosa al propio tiempo, con aquella concisión que el perfecto Flaubert, de sobriedades numismáticas, exigía al frondoso Maupassant joven.

Fustel de Coulanges decía que diez años, cuando menos, de análisis deben preceder a un fin de síntesis.
Pero ha de llegar para la Humanidad, después no de diez, sino de diez mil años de análisis, el día maravilloso y diamantino de la síntesis total.
Entonces, nuestro pequeño pensar, nuestro mínimo sentir radiará como una chispita clara y cordial en el resplandor formidable de las conclusiones definitivas…; porque lo poco que dijimos lo dijimos con mucha humildad y sobre todo con mucho, con muchísimo amor…; porque fuimos sinceros al decirlo, y añadimos así nuestra visión límpida del mundo a la visión prodigiosa de la conciencia eterna.

Nuestro espíritu asimismo, en los planos superiores donde acierte a morar tras incesantes esfuerzos, sonreirá (los espíritus también saben sonreír, y aun añadiría que es una de sus más delicadas prerrogativas), sonreirá, pensando que ahorró a muchos compiladores el trabajo de condensar sus obras.
Todo lo que pensó y sintió en sus largas peregrinaciones podrá estar grabado en la esmeralda de una sortija…

Si es cierto que no hay comedia, tragedia o drama que no pueda desarrollarse mucho mejor de lo que lo está en un solo acto, ni libro que no pueda caber en un capítulo (y eso tratándose de las grandes obras), nos complacerá sobremanera, ¿verdad, amigos míos..?, pensar que nosotros, previsores, nos contentamos con escribir un solo acto.

Habremos sido como esos cocuyos de mi tierra, que fulguran misteriosamente en la noche, con fosfórea y furtiva luz, y a quienes no siempre el caminante puede seguir con la vista.

Brillaron un instante y pasaron; mas el trémulo relámpago de oro bastó al viajero para ver la bifurcación del camino, ¡y ya no se perdió en medio de la noche..!

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