martes, 31 de julio de 2012

EL VIAJE EN SILENCIO, de Héctor Tellechea


“No seamos sectarios: la infancia puede ser el paraíso perdido, pero también puede ser un infierno de mierda”
                                                                                                                                    Mario Benedetti

¿Cómo era de noche, esa mañana?
El día comenzaba temprano.
El viaje te enviaba a la calle aún a oscuras, con las luces de la vereda prendidas, asomando entre las ramas sin hojas de los árboles, que se tocaban por encima de nuestras miradas formando un enrejado natural, proyectado sobre las veredas rotas por las raíces.
Nos sacudía el despertador sin angustiarnos.
Éramos chicos, y había cambiado la rutina de nuestra vida de pibes de barrio.
El día nos prometía nuevos encuentros, nuevas vivencias, nuevos desafíos, y a los trece años, nuestros viejos ya nos habían dado responsabilidades propias.
Nos habían modelado en esa mezcla de obligaciones, cariño compañero, rigor y perdón.
Así era entonces, y casi siempre era mejor que lo recibido por ellos en sus infancias.
Su impulso no era medroso, y su confianza era medida.
Entonces uno creía que todos vivíamos igual, que nuestras vidas de familia eran parecidas.
Luego, muy luego, fuimos viendo que cada casa era un mundo distinto, y que nadie lleva su intimidad a la calle.
Nos vestíamos rapidito y cruzábamos el patio hacia la cocina donde estaba el desayuno para calentar; mientras tanto, revisábamos que estuvieran todas las carpetas y libros para el día en la mesa del comedorcito diario.
La misma mesa donde a la noche habíamos completado los trabajos junto a mi madre, que zurcía medias o tejía para todos, mientras la radio nos conectaba con el resto.
El patio, el jardín y la puerta de hierro nos separaban visualmente de la calle.
Entonces, bajo la galería, yo esperaba los ruidos de los pasos que anunciaban la llegada del Flaco.
Ya estaba en camino cuando él golpeaba la chapa de color verde imperceptible, por la mañana - noche.
Tomábamos rumbo a Congreso, la avenida del barrio empedrado, y doblábamos en dirección a Cabildo, la grande, ancha, comercial: la del transporte.
Pasábamos por el claro donde faltaba un árbol frente a la casa de Enrique, el tucumano, el que había sacado Perón del ingenio esclavizante.
Mientras miraba el piso para no tropezar ni meterme en un charco, escucho que Salva me dice:

-Flaco, murió mi viejo. . . . .

Silencio, sacudón, incomprensión, duda, pregunta. . . .

¿Cuándo? ¿Dónde vivía?

-Ni sé bien. Hace mucho que no lo veía. Ni me acuerdo… Me llevaron al entierro…

¿Cómo era tu viejo?

¡Qué se yo! Casi no lo conocí, yo era chico.

¡Claro! Ahora éramos más grandes. . . .

Y nos apretó fuerte la noticia – confesión - angustia, refugio compartido por lo procurado.

Pero a mi me costó salir de la comparación con la presencia fuerte de mi viejo, para entrar en su realidad.
Travesía silenciosa. De un silencio expresivo…
Allí estaba el colectivo: subimos.
Sin embargo ese instante nos fundió, diría, para siempre.
Me mató su aparente fortaleza. Me enseñó la magnitud de los verdaderos problemas. Esos que algún día me invadirían de esa o tantas otras maneras.
Hoy, sostenidos con una mano del trampolín de la vida, con la red algo agujereada, nos trasladamos con la tecnología por el río del afecto, de la admiración que siempre le tuve y que se acrecienta con el paso de los años.

Como dice Borges mucho mejor que yo:

¡¡¡ FELIZ AÑO!!!!

No encontrarás en mí las soluciones para todos tus problemas.
No podré más que acompañarte en tus búsquedas y errores
y, especialmente, puedo escucharte y comprenderte.

No querré cambiar tus decisiones ni sus consecuencias,
pero estaré allí cada vez que me necesites.

No podré evitar que tropieces
Pero estaré allí para ofrecerte mi mano,
para que te sujetes a ella y vuelvas a levantarte.

Tus alegrías, éxitos y triunfos serán también míos
y por ello los disfrutaré profundamente,
sólo porque te veré feliz.

Tomarás decisiones en la vida
y estaré cerca para estimularte y ayudarte,
solamente si me lo pides.

La vida podrá alejarnos en la distancia
y no esperaré a que vuelvas,
porque estarás siempre a mi alcance.

Acompañaré tu sufrimiento cuando algún dolor te atraviese
y lloraré contigo sin que lo percibas, para atenuarlo
y apoyarte en mi fingida fortaleza.

Yo sé quién eres y qué puedes llegar a ser,
nos unen también nuestras diferencias
porque sabes bien quién soy:
¡nada menos que tu amigo!

Tengo conocidos y ocasionales compañeros,
pero menos amigos de lo que imaginaba,
son éstos los que lo demostraron,
sin necesidad de procurarlo.

Este día, como cualquier otro, uno piensa en sus amigos
y aparecen sin categorías ni diferencias.

La amistad, cosa extraña, es algo sin magnitudes comparables.
¡Sólo es!

Es la que ennoblece nuestra vida
y la nobleza tampoco tiene, patrones de medida.

Así lo expresó genialmente Jorge Luis Borges:

Hice lo que todo amigo: Oré…. y le agradecí a Dios que me haya dado la oportunidad
de tener un amigo como tú.
Era una oración de gratitud: Tú has dado valor a mi vida”.

Lo que sigue me impulsó un recuerdo.

-¿Viste qué fuerza tengo?- dijo papá después de estrellar su puño contra el vidrio de la ventana. Se envolvió la mano con un pañuelo para detener la sangre y agregó:
-Mamá se fue-
Unos días después Mamá volvió, y el que se fué, fue Papá…
Ella me sacó del colegio al que iba y me dejó en un internado de Avellaneda.
Salía los domingos.
A él casi no lo volví a ver.
Cuando tenía trece años me dijeron que se había muerto.
Arrojé un puñado de tierra sobre el ataúd de un extraño.
A ella la dejé ayer, en un geriátrico…

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