lunes, 28 de mayo de 2012

UN INMIGRANTE GALLEGO, NUESTRO ABUELO, de Héctor Alfredo Tellechea y Varela - 2/2001


Para un hombre que navega sus "sesenta y pico" en este 2000, resulta muy difícil imaginar seria e inteligentemente, el año 2016 o el 2032, es decir: el futuro más o menos cercano pero, el futuro mediato. Ello lo obliga a marchar hacia un horizonte más impredecible. A su edad, casi imposible de imaginar siquiera. Es así que, como en la letra del tango podremos decirle : " Estás desorientado y no sabés, qué trole hay que tomar para seguir…"
En cambio, a lo vivido se puede retornar cuantas veces uno se lo proponga, y recorrerlo minuciosamente cuantas veces uno quiera.
Además, en cada viaje hacia atrás se puede profundizar más y ver mejor.

Uno puede hacerlo apoyándose en una percepción enriquecida por la experiencia, y por otra parte, la sola y precaria virtud de haber ido recorriendo la vida, le habrá arrimado, seguramente, conocimientos que hoy le permiten volver a instancias del pasado, y comprender mejor cada hecho, cada circunstancia del mismo.
En nuestro caso y como casi todos los argentinos, somos descendientes de inmigrantes.
Esos inmigrantes que "apuntalaron el crecimiento del país " y por su parte, "se hicieron la América".
Algunos se la hicieron. A otros no les fue tan bien.
A ninguno le regalaron nada. A muchos los maltrataron meticulosamente. Aún, sus propios paisanos mejor posicionados socialmente. Algunos se hicieron argentinos. . . . . .
En su mayoría, lo fueron a través de su descendencia. Pero ninguno olvidó su ascendencia europea.

Algunos trajeron sus dramas, sus miedos, sus terrores a la persecución. A ellos les costó mucho más integrarse. Lucharon desesperadamente por conservar, en sus imaginarios e innecesarios "ghetos", su nacionalidad, su religión, sus costumbres, su sentimiento tribal.
Nuestro abuelo gallego llegó de muy chico, creo que con 14 años, y cuando mis hijos alcanzaron esa edad, al mirarlos, imaginaba la posibilidad de que esta humanidad de mierda nos obligara ahora a nosotros, a decidir como mejor alternativa, enviarlos a ellos lejos de nuestra casa, de nuestro medio, de nuestro amor, de su único e indivisible entorno conocido !
Allí comencé a medir la epopeya del inmigrante en general, y del "abuelo Varela" en particular.
Allí comencé a entender por qué trabajaba tanto. Y también, por qué ni me entendía él a mí, ni yo a él.
Claro, él no había tenido escuela. Había aprendido a leer en una imprenta, donde aterrizó por la comida y un colchón bajo el mostrador.
Si hasta debe haber aprendido primero a leer de atrás para adelante, porque el linotipista armaba las planchas con los tipos en ese sentido.

En mi época del secundario ¿cómo íbamos a entendernos ambos si yo no había trabajado nunca ? Sólo había ayudado poco y a regañadientes.
Si yo creía que les hacía un favor a mis padres al estudiar !!!
En cambio, para él, no importaba si yo hubiera cumplido bien o no con mi tarea: de todos modos, siempre decía: "tú sí que la pasas bien !!!"
Esos dichos ocasionaban en mí mucha bronca. Pensaba que era injusto. Y en alguna medida lo era. Pero lo cierto es que desde su dura experiencia personal, él sabía, y con razón, que se podía hacer más. Se debía hacer mucho más, y también que yo podía hacerlo, que debía hacerlo.

En los días en que pude estar cerca de él (que fueron pocos), viéndolo trabajar, no apreciaba cabalmente cuánto era su esfuerzo. Hoy, en mi recuerdo lejano y un tanto borroso, tengo sin embargo una mejor valoración de su labor y de su disposición natural al esfuerzo.
Por otra parte creo que él tampoco creyó nunca que realizaba algo excepcional.
En algún momento se encontró con un paisano de apellido Rey, que tenía una empresa de camiones con la que hacía mudanzas y transporte en general. Allí el abuelo puso el hombro.
Pero no literalmente: lo puso de verdad..!

Recuerdo que alguna vez me dijo que llevar una pesada carga en los hombros no era cuestión de fuerza: que antes que nada, era necesaria mucha habilidad.
Los chicos de hoy no saben qué tan grandes eran aquellos antiguos roperos de tres puertas, ni saben que para subir a un primer piso había que ascender dos tramos de casi treinta escalones cada uno, y con un descanso intermedio.
¡Ah, me olvidaba: muchas escaleras eran curvas, y los tramos volvían a girar enrollándose sobre sí mismos.

Cuando pudo instaló una despensa, y con la ayuda de su segunda esposa aumentó sus ingresos, pero él seguía en la mudadora, conduciendo los camiones, y en otros pesados menesteres.
No se cómo ni en qué momento, alquiló un puesto del mercado de la calle Australia, en Barracas. Desde allí en adelante comienzan mis recuerdos.
Con su hermana Manuela, trabajaban de lunes a sábado vendiendo cerdo, en largas jornadas que finalizaban a las 22 ó 23 horas.

El domingo, su día de descanso, muy temprano marchaba, con un albañil, a los terrenos comprados en loteos recientes y promisorios del Gran Buenos Aires. Villa Adelina era entonces, un descampado. La primera casa que construyó allí era la única de la manzana y estaba a unas seis cuadras de la estación del FFCC Belgrano, y a 15 del actual Acceso Norte, en el límite entre Vicente López y San Isidro. Desde ella, a través de los muchos baldíos, se veía la estación
Allí era simultáneamente director de obra, empresario y peón de aquél albañil.
Ese, era su día de descanso semanal..!!

También ése sería un día especialmente feliz, si en su corto recreo del almuerzo, entre pastones de mezcla y ladrillos llenos de esperanza, sentaba alrededor de una mesa de tablones en medio de la obra, a alguno de sus hijos o de sus nietos.
A la noche, demolido por el cansancio físico, pero vivo, muy vivo de valores espirituales y morales, recordaría Vilagarcía de Arousa, en las hermosas rías bajas de su Galicia natal, y la angustia de aquella separación irreversible.

Hay más cosas que van reapareciendo poco a poco.
Recién decía que trabajaba con su hermana, la tía Manuela, de la que ahora recién entiendo por qué decía mi vieja que había sido “su madre”.
Juntos habían llegado de España, juntos trabajaban hombro con hombro. Juntos siguieron cuando ella quedó sola con sus cuatro hijos, luego del fracaso de su matrimonio con un madrileño indolente, vividor y otras cosas.
Juntos siguieron cuando murió mi abuela María y el abuelo José volvió a casarse.
Criaron los chicos alambre de por medio en casas contiguas, “bancándose” entre otras cosas, las frecuentes inundaciones del río generador del trabajo portuario, y sus consecuencias “no deseadas”, como dirían en aquélla época, igual que ahora, los políticos “abuelos” de los actuales.
Juntos afrontaron otra vez la angustia. No la de la partida, sino la del desarraigo.
Esa puta angustia que es como un puño apretando en la boca del estómago, y que sólo puede entender quien la haya padecido.
Esa angustia, impulsora inquebrantable de los hombres y mujeres fuertes, pero demoledora impiadosa de los débiles.

Había otro hermano. Otro Varela: el tío Benito.
¿Cómo había llegado el tío Benito?
Él salió como marinero recorriendo el mundo, y cuando pasó por Buenos Aires allí se quedó.
Se quedó seguramente aferrado a sus hermanos. Aquí construyó su familia.
Trabajó en la Condal, una fábrica de cigarrillos, hasta su jubilación.
Aquél marinero de juventud aventurera echó tan fuertes raíces en su casa de la calle Patagones, que allí viven ahora sus nietos con sus bisnietos.
Allí, en ese mismo lugar que casi no se modificó, por más que el entorno ahora sea tan distinto.

De él no recuerdo casi nada, solamente que el tío Benito llegaba con sus hijos y nietos a las fiestas de la familia, y tenía una forma muy particular de retirarse: en cuanto la reunión decaía para su interés, pues “¿ya los había visto a todos, coño!”, buscaba silenciosamente la puerta de calle y se perdía en la noche, regresando a su casa.
Creo que casi nunca alguien recibió su saludo de despedida.
Esa despedida “a lo Benito”, fue siempre muy natural para todos los demás.

Volviendo atrás, a los primeros años del exilio, imagino aquellos inmigrantes, aquellos desarraigados. Imagino la ansiedad de esperar el barco que podría traer a los suyos. Y ante el milagro del reencuentro, el abrazo interminable, atenazando simultáneamente a su casa natal, a su paisaje entrañable, a su asumida y decente pobreza, a sus escaceses y al gallego amor de sus padres.
Ese amor gallego de los gestos mínimos, de los ojos brillantes y penetrantes, profundamente apuntados a los ojos del ser querido.
Explícito como el verbo de una obra de Casona.
Implícito y mudo como un cuadro de Goya.

En cambio, no necesito imaginar porque fui testigo, del escenario espectacular de una larga mesa en el patio de la calle Irala, con toda la familia, compuesta de corajudos inmigrantes, y sus hijos porteños y los nietos, y la esperanza de su ascenso social, (mi nieto el doctor), y el truco, y el mus, y la cerveza y el naranjín, y la algarabía y el respeto, y el cariño y los ausentes que quedaron en Galicia, y la tremenda duda de reencontrarlos vivos alguna vez…
Y el odio visceral al franquismo nazi, y su miedo al terror fascista encarnado en Perón, para los viejos.
Y la esperanza legítima de una mejor vida para los jóvenes, puesta justificadamente por “algunos muchos”, en el mismo hijo tipo.

Y Fioravanti en la radio con el fútbol.
Y River y Boca, los cuadros del barrio pobre y querido.
Querido a pesar de las inundaciones y el olor nauseabundo del Riachuelo y las curtiembres, y los chicos jugando a la pelota en la calle del empedrado desparejo, y los hijos más grandes con el tango.
Tango que recogió en la mesa familiar las nostalgias de los padres: nostalgia en las fotos de los abuelos que no conocieron, y alegría en las canciones gallegas, en sus bailes de los pies tan ágiles, y en las manos sujetando el vuelo de las polleras, y los dedos haciendo castañuelas y los ojos tan llenos de lágrimas.

Esas lágrimas con la policromía de la nostalgia – alegría - esperanza del incierto retorno.
Cada día más incierto y quizás, menos dramático.
Menos dramático porque iban echando raíces.
Débiles al comienzo, pero raíces: esas raíces eran los hijos argentinos, sus parejas y los primeros nietos.
El esperado regreso, cada día recuenta más cosas para abandonar acá…
El deseado regreso se transforma: pasa de “definitivo” a “regreso para verlos”, y retornar.
Pero retornar era ahora volver a América, no a Vilagarcía de Arousa...

La vida les cambió el centro de gravedad sin que se dieran cuenta..!!
Es que en Buenos Aires están los hijos, las nueras, los yernos, sus familias, los nietos...
Y ¡chau!
¡Chau Galicia, chau!

Esos gallegos me enseñaron, sin palabras casi, el deber y la felicidad infinita de hacer todo, todo lo que está a nuestro alcance por la familia, por cada uno de los integrantes de la familia. Y eso me prendió fuerte.
El eje y propulsor de ese conjunto de almas, inseparable e indestructible, fue ese gallego cazurro, buen jugador de mus, hábil para sobrevivir, inteligente para progresar, firme para decidir, responsable para asumir sus obligaciones y ejercer el poder indelegable de jefe indiscutido de su familia.
Porque él fue el claro ejemplo de algo que la vida me enseñó después: no se es jefe de familia y respetado como tal, por el mero hecho de sentarse en la cabecera de una mesa.
Donde él se sentaba, en cualquier lugar de la mesa familiar en que se ubicara, estaba la cabecera.

Otro rasgo importante de su personalidad lo percibí en el repaso de mis recuerdos, recién cuando entendí que poder reírse de uno mismo, es un claro rasgo de inteligencia y salud psicológica.
De él recuerdo algo que hoy, medio siglo después, sigue siendo el más inteligente y fino chiste de gallegos que escuché en mi vida.
El abuelo José decía que Dios creó a los gallegos, porque los burros no sabían subir escaleras.
Y por si todo esto fuera poco para mí, ya de muy grande, mi muy querido tío Juan, su hijo tan parecido, me refirió algo prolijamente guardado por toda aquella familia, en el cofre inviolable de sus conceptos tan férreos, tan férreos que..ueno!

Para explicarlo bien quisiera que nos ubiquemos en Buenos Aires de comienzos de siglo.
Nos costará imaginar aquella sociedad. Las relaciones entre la gente, las reuniones de las distintas etnias en sus distintos estratos sociales.
¿Cómo se juntaban los italianos, los turcos, los judíos, los gallegos, asturianos, catalanes, vascos, con su enorme necesidad de abrazarse a cualquier paisano, de encontrar en sus ojos o en sus recuerdos algún retazo de sus campiñas, de sus montañas, de sus poblados, de sus circunstancias anteriores a la emigración forzada por la miseria primero, y el franquismo – fascismo - nazismo después ?

Pero si la epopeya de aquéllos hombres es admirable, la de las mujeres es increíble…!
Despiadada para con ellas, la sociedad de la época era mucho más prejuiciosa y machista que hoy. ¡¡ Vaya descubrimiento!!
¿Qué hacía una mujer sola en el torbellino inmigratorio?
¡Cuánta fragilidad! ¡Qué enorme necesidad de protección!
¿Pero de quién? ¿Quién no se aprovecharía de la angustia de una mujer sola y desarraigada?

“Mi abuelo Varela" fue el hombre que se casó con una paisana de su pueblo, inmigrante como él, desamparada como él: mi abuela María.
María Sanchoyarto era madre soltera de mi madre, y él se casó con ella y le dió a mi vieja su apellido.
Como dije antes, mi abuela murió, y mi madre tenía sólo cuatro años, su hermano Juan tan sólo dos, y el abuelo José volvió a casarse con otra paisana del mismo pueblo, tuvo otro hijo que no tiene ningún lazo sanguíneo con mi madre (y por lo tanto ni conmigo ni con mis hermanos hijos y nietos, y no lo lamento)

Mi madre quedó muy marcada por todo aquello, pero lo sobrellevó porque Dios le dio un buen marido como mi padre, e hijos que la quieren mucho.
Ella tuvo una infancia muy conflictuada que la marcó para siempre, y no fue peor gracias a la tía Manuela, que reemplazó a su madre con el mismo amor que prodigó a sus hijos.
Mi vieja recién a los ochenta años pudo conocer, en una vieja foto que estuvo cruel y prolijamente escondida, el rostro, la figura de su mamá.

Hubo desencuentros que se superaron felizmente: la familia sigue siéndolo más que nunca, y Juan es, desde hace mucho, el eje maravilloso y ejemplar, a quién mi madre adora y nosotros también.

Gracias a todo esto yo también soy Varela. Soy nieto de José Varela.
Que no es poca cosa. . . . . ¡coño! 

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