lunes, 28 de junio de 2021

UNA DEUDA CON JUAN FORN, de Ricardo Ragendorfer - 26/6/2021


Excepcionalmente - y por razones que desconozco -, no fue un viernes sino el domingo 8 de julio de 2018, cuando Juan Forn publicó aquella contratapa en el diario Página/12. 
Su título: “Última carga de los cosacos del Don”.

Y trata la “espeluznante leyenda” - según la adjetivación del texto - del general y gran atamán Piotr Krasnov, cuya milicia - unos 50 mil jinetes que provenían de 17 grupos lingüísticos distintos - combatió en la Segunda Guerra Mundial para el Tercer Reich, y con un salvajismo que horrorizaba a los propios nazis.

Semejante legión, tras sufrir junto a la Wehrmacht una derrota tras otra en manos del Ejército Rojo, tuvo que replegarse del territorio soviético.
En su penoso éxodo, quedó varado en un punto impreciso de la frontera entre Italia y Austria, donde las montañas separan a Trieste de la ciudad tirolesa de Lienz.

Forn convierte la cabalgata sin rumbo de esa multitudinaria soldadesca en una gran escena de la Historia: 
“Sólo Krasnov se privaba de su montura por sufrir de gota: se movía en un pequeño Fiat con chofer, custodiado por una guardia de veinticuatro cosacos a caballo armados hasta los dientes”.


Piotr Krasnof, el abuelo.

Ya en 1945, los británicos propiciaron el final de esa patética epopeya, al tornarse ineludible la rendición de los cosacos.
La “última carga” del título que le puso Juan al texto, alude a la inmolación de casi todos los combatientes del atamán al arrojarse, con sus caballos cargados con bolsas llenas de piedras, a las turbulentas aguas del río Drau para no ser entregados por sus vencedores a las tropas soviéticas.

Pero el jefe cosaco, su primogénito y lugarteniente, el general Semión Krasnov, junto a un reducido grupo de oficiales, optaron por una capitulación más convencional.
De modo que, ya en Moscú, se los condenó a la horca por “traición a la patria”.
Las ejecuciones se efectuaron el 16 de enero de 1947.

Al concluir la lectura de este relato, tuve la sensación de que el apellido Krasnov me sonaba.
Pero tardé en descubrir de dónde.


Semión Krasnof, el padre.

La clave estaba en Santiago de Chile durante la trágica mañana del 11 de septiembre.

Ya se sabe que el golpe de Estado había estallado en una unidad naval de Valparaíso para extenderse a todas los cuarteles del país.
Y que una escuadra de aviones Hawker bombardeó la Casa de la Moneda.
Y que Radio Magallanes transmitió las últimas palabras del presidente Salvador Allende, antes de dispararse un tiro en la boca. Y que su residencia también fue objeto del fuego aéreo, seguido por cañonazos y saqueos.

Pues bien: aquellas dos acciones terrestres fueron realizadas por una compañía de alféreces y cadetes de la Escuela Militar, al mando de un teniente de 27 años.
Aquel individuo con ojos desorbitados y sonrisa escalofriante se convertiría en un verdadero símbolo del terrorismo de Estado pinochetista.
Su nombre: Miguel Krassnoff Martchenko.


Miguel Krassnoff, el hijo pródigo.

Lo cierto es que yo conocía su ominosa trayectoria.
Pero me sorprendí sobremanera al descubrir que se trataba del hijo y nieto, respectivamente, del alocado dúo de cosacos ajusticiados por Stalin.

Mi siguiente paso fue llamar por teléfono a Juan.

Al oír el asunto, quedó en silencio; luego soltó un silbido de asombro y, finalmente, comentó:

- El mundo es un pañuelo…

Esa misma noche, me sacó por radio para hablar de aquel lazo familiar.
Por entonces, con la excusa del Mundial de Rusia, Miguel Rep y él conducían desde Pinamar un programa llamado Ruso el que lee en la AM750.
Como para entrar en tema, Juan deleitó a los oyentes con la lectura de su texto, y después, se habló del último eslabón de aquella dinastía de criminales uniformados.

Al terminar el programa, nos comunicamos otra vez por teléfono.

- Che - me dijo -, miré por Internet fotos del tipo y, si tuviera el cabello rizado, sería igualito a Fogwill.

Tras las risas de ambos, le sugerí:

- Ahora podés hacer una secuela de la contratapa que publicaste.

Su respuesta fue:

- No. Esa historia es tuya.

Al cortar la comunicación sentí algo así como una pesada carga.
Y debo confesar que aquella historia jamás la escribí.

En la noche del domingo pasado, al saber que Juan se nos había ido, me tomó por asalto, en medio del estupor, el peso del artículo pendiente, acaso una deuda que ya nunca podrá ser saldada.


Ayer encontré en una caja de cartón el recorte amarillento de “Última carga de los cosacos del Don” (quienes deseen leerla la pueden encontrar en la colección digital de Página/12).
Y casi por reflejo, empecé a cotejar sus datos con una ficha biográfica del represor chileno.

Así supe que a comienzos de 1944, Semión Krasnov viajó a París para reunirse en representación del papá, con el teniente general de la Wehrmacht, Helmuth von Pannwitz, y también aprovechó esa escapadita para contraer matrimonio con una cosaca de Kubán, la señorita Dina Marchenko.

Fruto de tal amor nació, el 15 de febrero de 1946, Mikhail Semyónovich Krasnov en el Tirol austríaco.
Cabe destacar que el niño no llegó a conocer al progenitor ni a su legendario abuelo, puesto que ellos ya estaban en tránsito hacia Moscú como prisioneros de guerra.

Dina, Mikhail y su abuela materna, María Chipanoff, pudieron emigrar a Chile gracias a los buenos oficios de un oficial estadounidense que mantenía una relación furtiva con la joven madre, ya enviudada.

El 9 de agosto de 1948, llegaron con otros refugiados a bordo del barco Mercy al puerto de Valparaíso.
Trasladados a Santiago, su primer alojamiento fue una carpa en el Estadio Nacional.
Después alquilaron dos habitaciones sin baño en una pensión. Finalmente, Dina encontró trabajo de traductora en el Ministerio de Relaciones Exteriores.
El pequeño Mikhail pasó a llamarse Miguel Krassnoff Martchenko.

Un cuarto de siglo más tarde, el teniente Krassnoff, quien había elegido la carrera militar pese a la oposición materna, volvió al Estadio Nacional, pero esta vez como verdugo.
Muchos cautivos jamás se olvidarían de él.
Allí, por caso, no fue ajeno al asesinato del cantante Víctor Jara.

En 1974 pasó por la Escuela de las Américas, en el Canal de Panamá, la más prolífica usina de genocidas y dictadores latinoamericanos de la Guerra Fría.
En aquellas aulas perfeccionó su ferocidad.


La residencia del presidente Salvador Allende.

Al regresar se convirtió en un cuadro operativo de la DINA.
Su carrera fue meteórica, mientras las culatas de sus armas personales exhibían cada vez más muescas.
Era uno de aquellos jefes al que no le daba asco ensangrentarse las manos en los interrogatorios.
De modo que fue el factótum de inframundos como Londres 38 y Villa Grimaldi, entre otros.
Luego se abocó a reprimir al Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), siendo el asesino material de su jefe, Miguel Enríquez.

También se le atribuye el diseño de la Operación Colombo, una puesta en escena en la que se pretendió simular el asesinato en Argentina de unos 119 militantes del MIR en manos de sus propios compañeros, cuando en realidad se trataban de cuerpos de víctimas locales, asesinados en las mazmorras de los tres centros clandestinos que había en Campo de Mayo.

Krassnoff permaneció en el servicio activo hasta fines de 1998 - ocho años después del retorno de la democracia - cuando pasó a retiró con el grado de brigadier.
Ninguna sombra parecía cabalgar sobre su presente.

La vida se mostraba benévola con él, al punto de conseguir una changa impensada para un tipo de su calaña: la gerencia general del Hotel Militar, situado en el elegante barrio de Providencia.Tanto los huéspedes como los empleados del establecimiento coincidían en describirlo como un “excelente anfitrión”.

Ante algunos hasta llegó a jactarse con las siguientes palabras: 
“Yo teñí de rojo el río Mapocho”.

Sin embargo, la vida civil no le fue duradera.
Y la impunidad, tampoco.

En la actualidad es uno de los criminales de la dictadura que más condenas acumuló.
Alojado en la cárcel de Punta Peuco, deberá cumplir una sumatoria de 410 años de prisión.

"Exagerado como el abuelo”, diría, tal vez, el querido Juan Forn.

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